Cuantos más cuentos cuentes, más cuentos cuenta.

martes, 30 de junio de 2015

La isla de los cerdos

Hoy llego con un relato homenaje a Circe, la hechicera de La Odisea que convertía con su vino a los hombres en cerdos y que retuvo a Ulises durante unos años. Quizá siga esperándole en algún lugar del Mediterráneo...


Después de pasar varios días de calma chicha, necesitábamos víveres, así que desembarcamos en aquella isla a pesar de su aspecto extraño. Quizá fuera por su vegetación espesa, por ese palacio en ruinas encima de la colina o por ese silencio que la envolvía, solo roto por gruñidos de cerdos, lobos y perros que, lejos de intentar atacarnos, se acercaron amistosos a lamernos las manos cuando desembarcamos.
En el palacio, encontramos a una anciana rodeada de una inmensa tela blanca. Seguía cosiendo a pesar de estar casi ciega y apenas levantó los ojos cuando nos oyó entrar.
-Marineros perdidos… Hace mucho tiempo pasó un viajero, pero se marchó. Me prometió que volvería y me dijo que tuviera preparado mi vestido de boda. Sigo tejiéndolo desde hace siglos y esperando su regreso… Sentaos conmigo. Tomad un poco de vino…
Pero los temblores de su mano hicieron que la copa cayera sobre la tela. Algunos de los cerdos se acercaron a lamer el vino y mancharon el vestido con el barro de sus pezuñas.
-Es mejor que marchéis. Ya ni siquiera tengo fuerzas para ser una buena anfitriona. Ciega como el rapsoda que cantó su historia, y tejiendo como la mujer que lo esperaba en casa…

Abandonamos la isla. Nos llevamos a algunos cerdos y los matamos para comerlos. Todavía no sé por qué, sentimos que cometíamos un acto impío al sacrificarlos…

El bebé de gelatina

Continuando con la estela de cuentos macabros, os ofrezco uno titulado El bebé de gelatina, fruto de un binomio fantástico que me resultó bastante creativo.


En principio las ecografías no registraban nada anormal, así que fue una sorpresa para los médicos y los padres cuando vieron que el bebé era de gelatina. Tenía la piel blanda y casi transparente y se podían ver a través de ella todos sus órganos internos. Además, los pediatras le diagnosticaron una falta en las hormonas del crecimiento, lo que haría de él un bebé para siempre.
Como los médicos dijeron que no viviría mucho tiempo, los padres optaron por no inscribirle en el registro civil. Ni la madre ni el padre querían firmar un documento en el que se hicieran cargo del niño. No le habían puesto nombre y se referían a él simplemente con un “lo” o con un “le”.
-¿Le has dado la papilla? –decía el padre.
-¿Lo has lavado? –decía la madre.
-¿Le has cambiado los pañales? –decía el padre.
-¿Lo has dejado en su cuna? –decía la madre.
Pero, contra todo pronóstico, el bebé seguía vivo. Y ahí estaba, con su piel de gelatina transparente, blanda y pegajosa, y su corazoncito visible latiendo. Y sus padres no se molestaban en disimular la náusea que sentían al ver cómo los restos de comida corrían por sus intestinos o cómo su vejiga se llenaba de orina.
El bebé no salía de su cuarto ni lo llevaban a pasear al parque. No lo enseñaban ni a la familia ni al vecindario. Al principio, cuando alguien se interesaba por él, siempre respondían con la evasiva de que estaba durmiendo, hasta que las visitas dejaron de preguntar por el niño.
Se había convertido en algo blando e incómodo, como una mascota que te dan a cuidar unos amigos durante sus vacaciones. Casi no se movía ni hacía ruido y, si no fuera porque cada vez con más frecuencia se olvidaban de darle de comer y lloraba, apenas se acordaban de su existencia.
            Un día, llegó una asistente social con una oferta. Podrían dar al estado la custodia del bebé de gelatina. Se quedaría en la facultad de medicina para servir de muestra en las clases de anatomía.
Los padres tuvieron unos momentos de duda –al fin y al cabo se trataba de vender a su hijo- pero cuando la asistente social matizó que no lo vendían sino que lo cedían a la ciencia, se tranquilizaron y firmaron los papeles sin poner más obstáculo que añadir un cero a la cifra escrita en el contrato.
Encerraron al bebé de gelatina en una urna de cristal y se lo llevaron. Lo transportaban en un carrito de plástico por las aulas de la facultad y los profesores lo mostraban a sus alumnos para explicar el funcionamiento del aparato digestivo, circulatorio o excretor.
Acostumbrado a no recibir la atención de nadie, el bebé disfrutaba de verse observado. Una cámara penetraba en la urna e iba recorriendo la piel del bebé en función de las explicaciones del profesor y se retorcía con las cosquillas que le hacía la fría lente en su piel de gelatina.
Pasaron los años y ya era una práctica tan común observarlo en las clases como diseccionar una rana o trabajar con cobayas. Formaba parte de la facultad de la misma manera que el póster de la tabla periódica colgado en las paredes del aula de química o las probetas y alambiques del laboratorio.
Pero la tecnología fue avanzando, se crearon réplicas orgánicas en tres dimensiones de los órganos humanos para mostrar en las aulas y el bebé de gelatina ya no era necesario.
La facultad no quería hacerse cargo de los gastos de un bebé en perpetua lactancia y optaron por devolvérselo a los padres. La asistente social volvió a llamar a la puerta de la casa como lo hiciera hace treinta años.
Creo que esto es suyo –dijo. Y dejó en el suelo una canastilla de cristal donde se retorcía el niño.
Y los padres se miraron como reviviendo una pesadilla hace tiempo olvidada.
-¿Qué hacemos con él? –dijo el padre.
-Podemos dejarlo en el desván –dijo la madre.
-¿Y después? –dijo el padre.
-¿Y después qué? Mañana es domingo y los niños podrán jugar con él –dijo la madre.
Al día siguiente, la hija miró a aquel hermano desconocido y los niños a ese tío del que nunca habían oído hablar mientras el bebé de gelatina estiraba sus brazos hacia su madre pidiendo alimento.
Optaron por dejarlo en el trastero.
-Podéis ir a jugar con vuestro tío –dijo la madre del bebé de gelatina a sus nietos después de comer.
-Mira qué piel tan transparente –dijo el niño.
-Y observa cómo se le ven los huesos –dijo la niña.
-¿Y qué son esas dos alubias marrones? –dijo el niño.
-Los riñones, imbécil –dijo la niña.
-¿Y ese globo amarillo? –dijo el niño.
-La vejiga –dijo la niña.
-¿Y esa lombriz enrollada? –dijo el niño.
-Los intestinos –dijo la niña.
Y mientras iban explorando su anatomía, las uñas de los niños iban atravesando la piel de gelatina y clavándose en los órganos del bebé.
Los padres y los abuelos estaban en el jardín y no oían nada de lo que estaba pasando en la casa. Pero el bebé de gelatina hacía tiempo que había dejado de llorar, rodeado de un charco de sangre y con su piel blanda atravesada por las uñas de sus sobrinos.
-Ya no se mueve. Creo que se ha roto –dijo el niño.
-Podemos desmontarlo y tratar de montarlo después –dijo la niña.
Y empezaron a cortar con unas tijeras de podar los miembros del bebé de gelatina.
-Eso que habéis hecho está mal –dijo la madre cuando entró en el trastero y vio los trozos del bebé de gelatina esparcidos por el suelo. Os dijimos que jugarais con él, no que lo estropearais –añadió mientras barría los pedazos, los arrojaba por el retrete y tiraba de la cadena. Esta noche os quedaréis sin tarta.
-Pobres -dijo la abuela. Solo estaban jugando. No lo han hecho con mala intención.
Y apartó a escondidas unos trozos de tarta para dárselos a sus nietos.

lunes, 29 de junio de 2015

La penitencia de Don Rodrigo

Basándome en el cuento El barril de amontillado de Poe y en un romance medieval, he escrito este cuento titulado La penitencia de Don Rodrigo.

Espero que os guste.



Era verano y sus aguadillas en la piscina me habían dejado en ridículo en más de una ocasión. Llegaba a contar hasta quince mientras él mantenía mi cabeza bajo el agua. Cuando la sacaba, yo tenía el rostro amoratado y boqueaba como un pececillo entre las carcajadas de todos. Desde ese momento, él se convirtió en mi enemigo, y para mí eso es mucho más que un título carente de significado.
Acabé pasando las tardes cerca del vertedero, solo, saltando entre ruedas de camiones, observando el mundo desde el asiento de un coche abandonado, acariciando sus palancas de cambio, desafiando al tétanos entre muelles y chapas oxidadas, mirando las formas cúbicas de lavadoras viejas, las ruedas que quemábamos como ritual de final de verano y a alguna rata despistada buscando restos de comida inexistentes.
Entonces lo vi.
Ahí estaba, blanco, brillante, liso. Un frigorífico viejo con una manilla en la puerta.
En aquel entonces, todavía aprendíamos a recitar de memoria en la escuela y yo había recibido el primer premio por memorizar un romance en el que un rey sufre una penitencia muy particular:

Fuele luego revelado,
de parte de Dios, un día,
que le meta en una tumba
con una culebra viva,
y esto tome en penitencia
por el mal que hecho había.

En mi mente, el frigorífico y el poema se ensamblaron para dar fruto a una idea perfecta.
No me costó demasiado meter dentro a la rata. Con un poco de queso y una caña de pescar fue suficiente para atraparla y dejarla encerrada.

***

Aquel día me hice el encontradizo cuando salía de la piscina.
-¡Vaya! Tú por aquí. Hace días que no te veo por la piscina. ¿Tienes miedo a las aguadillas?
-No. Ahora juego en el vertedero. –respondí.
-¿Tú solo?
-Sí. Es divertido.
-Solo es divertido al final de verano, cuando nos juntamos para quemar ruedas.
-Ahora también.
            -En serio. ¿No estarás enfadado por las bromas de la piscina? Mi padre dice que una vez vio a un hombre aguantar cinco minutos.
-¿A qué se dedica tu padre?
-Es policía.
-¿Y no tiene miedo?
-¿De qué?
-No sé. De que alguien le pueda disparar. Como en las películas.
-Nosotros nunca tenemos miedo.
-¿Y a las ratas?
-No sé. A lo mejor mi madre. A mí me gusta verlas pasear por el vertedero.
-¿Tampoco a los muertos?
-No. Están muertos.
-¿Y a los no muertos?
-Eso no existe.
-Sí existe. Ya sabes. Lo de congelar los cuerpos cuando están a punto de morir para después resucitarlos.
-¿Cómo Walt Disney?
-Sí, como Walt Disney.

            Habíamos llegado al vertedero y ahí estaba, una caja blanca y metálica sobre el suelo, con la manivela metálica oxidada.

            -¿Jugamos con el viejo coche?
            -Mejor con el frigorífico.
            -¿Cómo se puede jugar con un frigorífico?
            -Abre la puerta y verás. El otro día encerré una rata ahí dentro.
            -No te creo.
            -Míralo.
           
            Había dejado a mano la palanca de cambios del viejo coche, y fue más fácil de lo que pensaba estrellarla contra su cabeza. Los trocitos de óxido se mezclaron con sus cabellos. Fue más fácil todavía meterle en el frigorífico donde la rata, medio inmóvil después de un día sin comer, empezó a abrir y cerrar la boca enseñando sus dientes amarillos.

***

Se oyó un click y pasaron unos segundos antes de que comenzara a gritar y a aporrear la puerta. Su voz se mezclaba con los chillidos de la rata. Me puse de rodillas sobre el frigorífico y apoyé la oreja contra la chapa caliente para oír mejor. Sentía las sacudidas de su cuerpo tratando de moverse y los movimientos descontrolados de la rata hambrienta. Sus gritos de ayuda me llenaron de orgullo. Yo nunca había gritado bajo el agua mientras me agarraba la cabeza. Sabía que al gritar se consume más oxígeno y pensé que cuanto más lo hiciera, antes llegaría el final.
Tuve unos momentos de indecisión. ¿Abrir o no? Al principio conté hasta quince, como cuando él me dejaba bajo el agua. Después comencé a paladear cada segundo, disfrutando de las pausas cada vez mayores entre los golpes, oyendo la voz cada vez más apagada, sintiendo las vibraciones de la puerta sin llegar a abrirse y la rata corriendo enloquecida de un lado a otro. Acariciaba la manecilla sin miedo a los trocitos rojos de óxido que se deslizaban entre los dedos, sabiendo que con solo un giro podría acabar con sus sufrimientos. Me sentía dueño de la situación y comprendí por qué le gustaba hacer aguadillas y sacar la cabeza en el último momento. Es como tener a alguien bajo tu dominio y saber que solo tú puedes salvarle y lo inmensamente agradecido que te tiene que estar por ello pero a medida que pasaban los segundos, era cada vez más consciente de que era mejor terminar lo que había empezado.
Sabía que mueren antes por asfixia que por el terror de estar enterrados vivos (me había molestado en documentarme) y eso eliminó mis escrúpulos de conciencia. Los golpes cesaron a los pocos minutos. Solo se oía a la rata ir y venir, y luego un desgarrar de ropas. Y ahí lo dejé, en un ataúd blanco sin nombre cubierto por una lápida de plástico, brillando bajo el sol de verano, en medio del vertedero de basura.

***

Su desaparición no impidió que, al acabar el verano, nos reuniéramos como siempre alrededor del vertedero para quemar algunas ruedas. Sugerí apilarlas en torno al frigorífico. Había tenido la precaución de rociarlo con gasolina la noche anterior, así que ardió rápidamente. Disfruté de ser el único que sabía que estaba asistiendo a una incineración secreta. Dicen respirar el humo de la quema de plásticos es peligroso pero yo inhalé ese humo cargado de fluoruro de hidrógeno, de acido clorhídrico y de la carne de mi enemigo. La venganza era ese humo negruzco que me mareaba y me hacía toser, mientras veía cómo el frigorífico perdía su color blanco y su forma geométrica y se empequeñecía y encogía como un cubito de hielo hasta fundirse con los huesos de mi enemigo mezclados con los huesecillos de la rata en su interior y dejarlos ocultos para siempre.
De aquella aventura solo me han quedado dos pequeñas manías. La primera es que, cada vez que mi padre me pedía otra cerveza, esperaba encontrarme un cadáver en la nevera, pero eso ya lo tengo superado. La segunda es preguntar cuando compro un frigorífico si es posible abrirlo desde dentro.

domingo, 28 de junio de 2015

El buscador

Y hoy os dejo un cuento basado en la película Centauros del desierto de John Ford. Espero que os guste.

El buscador



Quizá porque nada más levantarme mis sueños se desvanecían como un terrón de azúcar en un vaso de leche, me gustaba ir al cine a ver sueños en movimiento. Acudía a uno en el que ya ni siquiera se molestaban en reponer las bombillas de neón que se fundían en el letrero luminoso, con carteles amarillentos y de bordes despegados de películas de autor en las que se veía crecer la hierba y que olía a moqueta, a tapicería rancia y a desinfectante de baños. A veces organizaban reposiciones de clásicos en versión original, combinadas con ciclos de cine de países de los que yo, debido a mi desinterés por el mundo y a una geografía escolar anterior a la caída del muro de Berlín, apenas había oído hablar.
Hace mucho tiempo que había olvidado un fin de semana de salidas nocturnas y mi única afición era ir a ese cine a la sesión de madrugada. Entre el público, había solo viejos nostálgicos de la edad que tendría mi padre si hubiera vivido. Todos estaban solos. No había ninguna pareja. Hacía años que las descargas digitales habían hecho que ya cada vez menos entendiéramos qué era aquello de la fila de los mancos. Aquel día proyectaban una reposición de Centauros del desierto. Me recordó a las tardes de westerns en la televisión, los únicos momentos en los que veía a mi padre sonreír.
Volví a sentir la magia del comienzo de la película, con la puerta que se abre hacia la llanura, el cielo azul de Texas y las montañas angulosas de color marrón recortándose contra él. Y John Wayne acercándose a la casa de su hermano, a caballo, con un sable a su izquierda, y su cuñada haciendo visera con la mano y todos los miembros de la familia reuniéndose en el porche. Después, la masacre de la familia, el secuestro de la niña y la búsqueda, la búsqueda  interminable a través del desierto, bajo las noches frías cuajadas de estrellas y con ese calor que surgía del suelo y difuminaba el horizonte durante el día. Y el final, ese final, con John Wayne de regreso con su sobrina, después de haberla estado buscando durante años como un vengador solitario.
Tras salir del cine no me apetecía volver a casa, así que decidí pasear. Levanté la vista hacia el cielo pero las luces no me dejaban ver las estrellas. Los charcos de lluvia brillaban como lagos minúsculos bajo la luz de las farolas. En las ventanas había televisores parpadeando en habitaciones oscuras. Algunos coches partían los charcos del asfalto mojado y se saltaban unos semáforos tuertos que parpadeaban con su único ojo en ámbar. Me parecía ser un buscador de nadas, sin nadie que me esperara al volver a casa ni nadie a quien pudiera esperar.
Tardé en dormirme. Me sucedía a menudo, así que ya estaba tan familiarizado con los ruidos nocturnos que no tenía necesidad de mirar el reloj. El autobús nocturno parando cada cuarenta minutos. Después, el camión de la basura cargando los contenedores. Esa noche pude recordar por primera vez en mucho tiempo uno de mis sueños. Soñé con mi madre preparando la comida una mañana de sábado en la casa de campo. Desde la ventana se veía un camino embarrado por la lluvia. Un mendigo se acercaba. Llevaba una gabardina gris raída y harapienta, caminaba con los pies arrastrando y se apreciaba la silueta de un sable a su izquierda, como John Wayne en la película. Llamaron a la puerta. Miraba por la mirilla y el mendigo tenía el rostro de mi padre. Yo quería abrir pero mamá no me dejaba. Una vez que se atraviesa la puerta ya no hay vuelta atrás –decía.
La noche siguiente volví otra vez al cine a ver Centauros del desierto. Pude sentir el calor de la llanura y respirar su polvo de color marrón, oler a pólvora y a caballos y tiritar en mi butaca durante la noche en el desierto. Y emocionarme de nuevo cuando John Wayne lleva a su sobrina de vuelta a casa.
Aquella noche soñé otra vez y otra vez pude recordarlo al despertar. El cielo estaba limpio y sin estrellas. Cada hora y cada minuto se alargaban y podía distinguir al mismo tiempo los tambores de los cherokees acercándose, los cascos de los caballos y los grillos que enmudecían en unos instantes rebosantes de eternidad como un caldero lleno de leche recién ordeñada que se derramara por los bordes. Yo sentía tanto miedo que estaba a punto de llorar. Al fondo estaba mi casa y mi madre tejía a la luz del quinqué en la ventana. Corrí hacia la casa y llamé a la puerta pero nadie me abría y, aunque golpeaba los cristales, mi madre seguía cosiendo, sola, indiferente, a la luz del quinqué.
Empecé a acudir todas las noches a ver Centauros del desierto hasta que perdí la cuenta de las veces que la había visto y la taquillera empezó a lanzarme miradas extrañas cuando pedía una entrada para la misma película en la sesión de las cinco, en las de las ocho, en la de las once e incluso en la de madrugada los fines de semana, cuando yo era en ocasiones el único espectador.
Y la película no perdía su poder de fascinación, a pesar de que recordara de memoria hasta el más ínfimo de los detalles, desde los doce ladridos del perro cuando John Wayne se acerca al rancho, hasta la familia congregada en el porche para recibirle, aparentando ser una familia feliz aunque luego se descubriera que eran infelices a su manera. Y cómo su cuñada Marta le coge la gabardina a John Wayne y pasa sus dedos pulgar e índice por uno de los ojales uno o dos segundos más de los necesarios y las aletillas de su nariz se inflaman aspirando el perfume de la gabardina, un perfume a “te quiero” nunca dichos. Y ese quinqué, ese quinqué que Marta no alcanza a coger a pesar de ponerse de puntillas –la repisa de la chimenea está demasiado alta- y que John Wayne le alcanza caballerosamente entrelazando sus dedos con los de su cuñada. Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes de que era la última vez que la veía con vida antes de que ella y su familia fueran masacradas por los indios. Y el final, Dios, qué final, con John Wayne alejándose otra vez hacia el desierto, sin esperanza, sin vida, mientras todos los demás abrazan el futuro sin ni siquiera percibir que su salvador marcha de nuevo hacia ninguna parte, hacia un destino confuso en el que no hay nada a lo que agarrarse.
Permanecí sentado durante los títulos de crédito y aún después de haberse encendido las luces de la sala no podía parar de llorar. Cuando llegué a casa, era incapaz de abrir la puerta. Me quedé con la llave en la mano sabiendo que nadie me esperaba y que atravesar el dintel hubiera sido absurdo. Y llamaba al timbre sabiendo que no había nadie dentro y que no merecía la pena entrar. Así que empecé a dormir en la calle.
Casi no me dejaban entrar en el cine debido a mi aspecto de indigente y a mi mal olor pero no me importaba. Era capaz de recrear Centauros del desierto con los ojos cerrados y recitar los diálogos mientras caminaba por la calle aunque me miraran de forma extraña.
 La última noche que soñé hacía mucho frío. Volví a repasar Centauros del desierto  en mi memoria y me di cuenta de que había estado viendo la película desde un punto de vista equivocado. La puerta del rancho se abría al principio y se cerraba al final, con la cámara filmando desde el interior de la casa y yo había visto el comienzo y el fin como espectador desde el interior, pero mi situación estaba en el exterior con John Wayne.
Cómo podía no haberme dado cuenta antes. Yo quería estar dentro de la casa y mi destino era situarme al otro lado, en el desierto buscando algo, pero ¿qué?
Mientras, el frío nocturno me iba adormilando y los perfiles de los edificios adquirían los contornos de las colinas anaranjadas de Utah, el asfalto se convertía en arena polvorienta y las calles se vaciaban de gente y de ruido. Alcé los ojos hacia el cielo y había estrellas.
Había millones de estrellas.

sábado, 27 de junio de 2015

Destino

Y para hoy un microrrelato sobre el amor y las segundas oportunidades.

Había otro sombrero idéntico al mío en el perchero de la peluquería. Lo cogí por equivocación y salí a la calle.
Mis pasos se encaminaron hacia una dirección desconocida y toqué el timbre de una casa que no era la mía. Abrió una mujer de aspecto agradable que no pareció sorprendida al verme.
Adelante –me dijo. Le estaba esperando para cenar. Extendió la mano para colgar mi sombrero en el perchero. Me senté y empecé a tomar la sopa de ajo ¿Cómo pudo saber que era mi favorita?
Al llegar al postre, pregunté: ¿Nos conocemos de algo?
–No lo creo pero lleva un sombrero idéntico al de mi difunto marido. Antes de morir me dijo que no me dejaría sola y que enviaría a alguien. Esa persona llevaría su mismo sombrero. Él decía que sería cosa del destino.
La verdad es que desde entonces somos muy felices juntos.





viernes, 26 de junio de 2015

Con la técnica de Carver

Al igual que el escritor catalán Juan Perucho homenajeó a Lovecraft en su cuento Con la técnica de Lovecraft, yo he optado por hacer lo mismo con el escritor americano Raymond Carver. 
El relato se titula Hormigas
Espero que os guste.

Aquel verano fue particularmente caluroso. No es extraño que en verano haga calor pero sí que al pisar las baldosas para ir al baño las notara tibias. Dormíamos con las ventanas abiertas y las luces de las farolas atravesaban las rendijas de las persianas y hacían rayas naranjas en las paredes.
El calor pegajoso se convirtió en un buen motivo para dormir separados en esa cama que hacía mucho tiempo que había dejado de ser de matrimonio. Era también la excusa perfecta para asaltar la nevera por la noche y tomar una cerveza fría. La primera vez que lo hice, me dije que era por el calor, que a nadie le hacía mal una cerveza, que no se trataba de una recaída. Pero bendecía ese calor al que podía culpar de beber esa cerveza nocturna.
Lo que son las cosas, antes ella hacía de policía para evitar que bebiera. Todavía recuerdo cómo me lavaba los dientes en el retrete de la gasolinera antes de llegar a casa para que no oliera el aliento a alcohol.
Y ahora.... bueno, seguro que ve las latas vacías en el cubo de basura, aunque las aplasto con el talón y las escondo entre las mondas de fruta. Pero no dice nada. La verdad es que el único momento del día en el que conversamos es en el desayuno.

-¿Has podido dormir con este calor? -pregunté.
-A duras penas. A eso de las tres, me despertó el camión de la basura.
-Yo no oí nada.
-Bueno, no estabas en la cama y había una luz encendida abajo.
-Ah, sí. Me desperté para ir al baño.

            Lo cierto es que también teníamos un baño en la planta de arriba, al lado del dormitorio. Tenía que saber que había ido a la cocina a tomar una cerveza.

            -Bueno, me marcho. Voy justa de tiempo. Recoge tú las cosas del desayuno.

            Y después, los tres ruidos de todos los días. Primero, el las llaves chocando unas con otras. Segundo, las tres vueltas de cerradura, y la puerta abriéndose y cerrándose. Finalmente, el coche al arrancar. Se me ocurrió contar los segundos entre un ruido y otro. Cinco segundos para coger las llaves y abrir la puerta. Dos segundos para cerrarla. Quince para llegar hasta el coche y ponerlo en marcha.
            Abrí la nevera y cogí una cerveza. Vi la taza del desayuno llena de hormigas que apuraban los restos de café y la lata se me cayó al suelo. La cerveza formó un charquito espumoso y pensé que sería una pena pasar la fregona.
Fui hasta el centro comercial. Era sábado por la mañana, todavía el calor no apretaba demasiado, así que había bastante gente.

-Un repelente para hormigas, por favor.
-Este es el mejor. Se enchufa a la corriente y las hormigas se van.

Aquella vieja se puso detrás de mí en la cola.

-Para alejar las hormigas, lo mejor son los remedios caseros. Ponga una rama de orégano o de lavanda o frote las entradas de los hormigueros con vinagre.

Sonreí a la vieja por educación. Ya me iba a marchar, cuando me entró una duda. Me volví y le pregunté.

-¿Por qué lo de echar vinagre en los hormigueros?
-Bueno, ya sabe. Son ciegas y se guían por el olfato. Si se las despista con un olor fuerte, no pueden recordar el camino de vuelta y se dispersan.

Pensé que sería divertido que me pasara lo mismo. Que mi mujer me pusiera un paño empapado en vinagre mientras dormía y que yo tampoco supiera cómo volver a casa.
Cuando volví, las hormigas estaban bebiendo alrededor del charquito de la cerveza caída. Esta vez, recogí el líquido con la fregona, me preparé una ensalada y me senté a ver la tele. ¿Qué otra cosa se podía hacer con este calor?
Y luego, otra vez los tres ruidos en orden inverso al de por la mañana. Primero el coche al aparcar. Veinte segundos hasta llegar a la puerta, cinco más que al hacer el camino contrario por la mañana. Ocho segundos para meter la llave en la cerradura y abrir, tres más que por la mañana, y eso que ahora solo tenía que dar una vuelta de llave y no tres.

-Ya estoy de vuelta.
-Te dejé un poco de ensalada en el frigo.
-Vale.

Oí un grito desde la cocina. Entró en el salón. Su cara pálida hacía juego con el mármol de la encimera de la cocina.

-Tenemos hormigas. Había algunas en la nevera.
-Sí. Las vi esta mañana al ir a recoger las tazas del desayuno.
-¿Fuiste a comprar repelente?
-No he tenido tiempo –mentí.
-¿Y cómo es eso? Te pasas las mañanas viendo la tele. ¿Qué te costaba ir a comprarlo?
-Son inofensivas. No molestan a nadie.
-A mí sí me molestan.

Creo que quería añadir “Y tú también me molestas”, pero se dio la vuelta y oí cómo vaciaba con furia la nevera. Y después, el ruido del estropajo frotando.
Aquella noche apenas se podía dormir por el calor. Me destapé y comencé a mirar el techo. Las luces de los coches que se colaban entre las rendijas de la persiana parecían hileras de insectos luminosos paseándose por las paredes.
Necesitaba una cerveza. Bajé a la cocina. Notaba las baldosas tibias bajo los pies descalzos. El frigorífico olía a desinfectante. Sentí un cosquilleo entre los dedos de los pies. Y vi una fila de hormigas que salía debajo del fregadero hacia el cubo de la basura. Me agaché para mirarlas. Me olvidé de la cerveza. No sé cuánto tiempo estuve así, observándolas y contándolas en su viaje infinito.
Y, de repente, el tubo fluorescente parpadeó antes de quedarse encendido. Ella estaba en la puerta, mirándome.


-Creo que tenemos que hablar –dijo. 


jueves, 25 de junio de 2015

Las meninas

Y hoy, un cuento sobre el arte y cómo a veces podemos a llegar a perdernos en la pintura...

El pintor de la corte pintaba unos cuadros tan reales que hasta las aves picaban las uvas de sus bodegones y la infanta, que no había salido nunca del palacio, quería perderse en las fraguas y talleres de hilanderas que él representaba.
A la infanta le gustaba jugar al escondite y despistar a sus damas de compañía. Era la única forma autorizada de salir del sus aposentos.
Un día, los reyes estuvieron buscando a su hija por todas las habitaciones del palacio.
Al final la vieron, inmóvil, en el estudio del pintor, acompañada de sus meninas y de los enanos de la corte. El perro no se movía, el pintor sostenía su pincel  y los reyes dudaban si estaban soñando o no hasta que se vieron reflejados en el espejo del fondo.

 Avanzaron hacia la estancia, atravesaron el cuadro y desde entonces ya no saben si esa pintura donde se ha congelado el tiempo es acaso más real que el propio palacio.


miércoles, 24 de junio de 2015

Edén

Hola a todos. La noche de San Juan es un buen momento para comenzar a actuar de Sherezade y contar un cuento cada día. Aquí va el primero.

Edén

Me regalaron aquel bonsái y a los pocos días vi que colgaban de sus ramas unas manzanas coloradas del tamaño de moras. Las recolectaba y mi mujer hacía con ellas unos pastelillos de manzana deliciosos.
Me sorprendió ver un día a un hombrecillo recostado en el tronco del árbol, desnudo, solo y triste. Modelé una mujer para que estuviera acompañado y parecía que eran felices en el pequeño jardín delimitado por los bordes de la maceta. Solo les hice la advertencia de que no tocaran las manzanas del árbol: me había acostumbrado a mi ración de pastelillo de manzana.
Fue lo único que les pedí, ¿por qué no me hicieron caso? Cuando fui a recoger las manzanas vi que no habían dejado más que unas pocas, las que colgaban de las ramas más altas.

Supongo que nadie me reprochará que me enfadara con mis criaturitas y las tirara por el retrete.