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lunes, 29 de junio de 2015

La penitencia de Don Rodrigo

Basándome en el cuento El barril de amontillado de Poe y en un romance medieval, he escrito este cuento titulado La penitencia de Don Rodrigo.

Espero que os guste.



Era verano y sus aguadillas en la piscina me habían dejado en ridículo en más de una ocasión. Llegaba a contar hasta quince mientras él mantenía mi cabeza bajo el agua. Cuando la sacaba, yo tenía el rostro amoratado y boqueaba como un pececillo entre las carcajadas de todos. Desde ese momento, él se convirtió en mi enemigo, y para mí eso es mucho más que un título carente de significado.
Acabé pasando las tardes cerca del vertedero, solo, saltando entre ruedas de camiones, observando el mundo desde el asiento de un coche abandonado, acariciando sus palancas de cambio, desafiando al tétanos entre muelles y chapas oxidadas, mirando las formas cúbicas de lavadoras viejas, las ruedas que quemábamos como ritual de final de verano y a alguna rata despistada buscando restos de comida inexistentes.
Entonces lo vi.
Ahí estaba, blanco, brillante, liso. Un frigorífico viejo con una manilla en la puerta.
En aquel entonces, todavía aprendíamos a recitar de memoria en la escuela y yo había recibido el primer premio por memorizar un romance en el que un rey sufre una penitencia muy particular:

Fuele luego revelado,
de parte de Dios, un día,
que le meta en una tumba
con una culebra viva,
y esto tome en penitencia
por el mal que hecho había.

En mi mente, el frigorífico y el poema se ensamblaron para dar fruto a una idea perfecta.
No me costó demasiado meter dentro a la rata. Con un poco de queso y una caña de pescar fue suficiente para atraparla y dejarla encerrada.

***

Aquel día me hice el encontradizo cuando salía de la piscina.
-¡Vaya! Tú por aquí. Hace días que no te veo por la piscina. ¿Tienes miedo a las aguadillas?
-No. Ahora juego en el vertedero. –respondí.
-¿Tú solo?
-Sí. Es divertido.
-Solo es divertido al final de verano, cuando nos juntamos para quemar ruedas.
-Ahora también.
            -En serio. ¿No estarás enfadado por las bromas de la piscina? Mi padre dice que una vez vio a un hombre aguantar cinco minutos.
-¿A qué se dedica tu padre?
-Es policía.
-¿Y no tiene miedo?
-¿De qué?
-No sé. De que alguien le pueda disparar. Como en las películas.
-Nosotros nunca tenemos miedo.
-¿Y a las ratas?
-No sé. A lo mejor mi madre. A mí me gusta verlas pasear por el vertedero.
-¿Tampoco a los muertos?
-No. Están muertos.
-¿Y a los no muertos?
-Eso no existe.
-Sí existe. Ya sabes. Lo de congelar los cuerpos cuando están a punto de morir para después resucitarlos.
-¿Cómo Walt Disney?
-Sí, como Walt Disney.

            Habíamos llegado al vertedero y ahí estaba, una caja blanca y metálica sobre el suelo, con la manivela metálica oxidada.

            -¿Jugamos con el viejo coche?
            -Mejor con el frigorífico.
            -¿Cómo se puede jugar con un frigorífico?
            -Abre la puerta y verás. El otro día encerré una rata ahí dentro.
            -No te creo.
            -Míralo.
           
            Había dejado a mano la palanca de cambios del viejo coche, y fue más fácil de lo que pensaba estrellarla contra su cabeza. Los trocitos de óxido se mezclaron con sus cabellos. Fue más fácil todavía meterle en el frigorífico donde la rata, medio inmóvil después de un día sin comer, empezó a abrir y cerrar la boca enseñando sus dientes amarillos.

***

Se oyó un click y pasaron unos segundos antes de que comenzara a gritar y a aporrear la puerta. Su voz se mezclaba con los chillidos de la rata. Me puse de rodillas sobre el frigorífico y apoyé la oreja contra la chapa caliente para oír mejor. Sentía las sacudidas de su cuerpo tratando de moverse y los movimientos descontrolados de la rata hambrienta. Sus gritos de ayuda me llenaron de orgullo. Yo nunca había gritado bajo el agua mientras me agarraba la cabeza. Sabía que al gritar se consume más oxígeno y pensé que cuanto más lo hiciera, antes llegaría el final.
Tuve unos momentos de indecisión. ¿Abrir o no? Al principio conté hasta quince, como cuando él me dejaba bajo el agua. Después comencé a paladear cada segundo, disfrutando de las pausas cada vez mayores entre los golpes, oyendo la voz cada vez más apagada, sintiendo las vibraciones de la puerta sin llegar a abrirse y la rata corriendo enloquecida de un lado a otro. Acariciaba la manecilla sin miedo a los trocitos rojos de óxido que se deslizaban entre los dedos, sabiendo que con solo un giro podría acabar con sus sufrimientos. Me sentía dueño de la situación y comprendí por qué le gustaba hacer aguadillas y sacar la cabeza en el último momento. Es como tener a alguien bajo tu dominio y saber que solo tú puedes salvarle y lo inmensamente agradecido que te tiene que estar por ello pero a medida que pasaban los segundos, era cada vez más consciente de que era mejor terminar lo que había empezado.
Sabía que mueren antes por asfixia que por el terror de estar enterrados vivos (me había molestado en documentarme) y eso eliminó mis escrúpulos de conciencia. Los golpes cesaron a los pocos minutos. Solo se oía a la rata ir y venir, y luego un desgarrar de ropas. Y ahí lo dejé, en un ataúd blanco sin nombre cubierto por una lápida de plástico, brillando bajo el sol de verano, en medio del vertedero de basura.

***

Su desaparición no impidió que, al acabar el verano, nos reuniéramos como siempre alrededor del vertedero para quemar algunas ruedas. Sugerí apilarlas en torno al frigorífico. Había tenido la precaución de rociarlo con gasolina la noche anterior, así que ardió rápidamente. Disfruté de ser el único que sabía que estaba asistiendo a una incineración secreta. Dicen respirar el humo de la quema de plásticos es peligroso pero yo inhalé ese humo cargado de fluoruro de hidrógeno, de acido clorhídrico y de la carne de mi enemigo. La venganza era ese humo negruzco que me mareaba y me hacía toser, mientras veía cómo el frigorífico perdía su color blanco y su forma geométrica y se empequeñecía y encogía como un cubito de hielo hasta fundirse con los huesos de mi enemigo mezclados con los huesecillos de la rata en su interior y dejarlos ocultos para siempre.
De aquella aventura solo me han quedado dos pequeñas manías. La primera es que, cada vez que mi padre me pedía otra cerveza, esperaba encontrarme un cadáver en la nevera, pero eso ya lo tengo superado. La segunda es preguntar cuando compro un frigorífico si es posible abrirlo desde dentro.

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