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miércoles, 8 de julio de 2015

La camisa azul

Y hoy un cuento de lo que pudo haber sido y no fue y sobre el desdoblamiento de identidad.


-¿Te acuerdas de mí?
Dudé durante unos instantes hasta que le reconocí.
Quizá porque hacía tiempo que había dejado de ser pobre, casi se me habían borrado de la memoria todos los detalles de mi infancia: aquel orfanato, el medio tazón de leche y el pedazo de pan mohoso para el desayuno, los dormitorios comunes, las literas, las sábanas amarilleadas por la lejía, los retretes desinfectados con amoniaco, los armarios metálicos, su olor a naftalina y los asistentes sociales que nos daban un poco de cariño por horas.
Y ahora le tenía delante de mí, como un recuerdo envejecido prematuramente, unos ojos marcados por las ojeras, barba de tres días, la boca torcida en una expresión cínica, y olor a alcohol en el aliento.
-Juan Carlos… –respondí.
Iba a añadir “me alegró de verte”, pero sabía que la distancia entre las palabras y los gestos sería lo bastante grande como para quedar en ridículo.
-Parece que te han ido bien las cosas –dijo.
            Lo cierto es que sí me había ido bien. Podría decirle que exageraba, pero no podía esconder mi camisa azul de seda ni la estilográfica de oro, ni el reloj de pulsera. Tras la muerte de mis padres adoptivos, heredé la empresa familiar y, a pesar de la crisis, lo había convertido en un negocio próspero.
            -No me puedo quejar... Y a ti, ¿cómo te ha ido? –pregunté.
Juan Carlos no contestó de inmediato.
-Es curioso cómo un pequeño detalle puede cambiar tu vida. Todo consiste en interpretar un papel y llamar la atención de alguien en el momento adecuado… –dijo.  
Entonces recordé las tardes en el orfanato a primeros de mes, cuando acudían parejas maduras con deseos de adoptar. Daban una vuelta entre las filas de niños y se marchaban con alguno de nosotros. A medida que crecíamos, disminuían las posibilidades de ser adoptados. Juan Carlos y yo nos habíamos acostumbrado a decir adiós a los otros niños y ya no intercambiábamos promesas de cartas o postales con los que conseguían una familia adoptiva.
Había una competencia feroz por llamar la atención de los matrimonios. Juan Carlos me enseñaba pequeños trucos para lograrlo, desde ensayar miradas desvalidas hasta ponerse una camisa ajustada al cuerpo para marcar la delgadez y provocar la ternura de los posibles padres adoptivos.
Interpretar un papel. Llamar la atención. Sabía a lo que se refería. Aquella tarde en el orfanato me tocaba hacer vigilancia de pasillo cerca de los despachos de administración. Una pareja estaba dentro hablando con el director y se oían pasar las páginas acartonadas de un álbum de fotos.
-Dentro de poco los podrán ver personalmente –oí que decía el director.
-Mira, este lleva una camisa azul celeste parecida a la que tenía nuestro hijo.
Sabía que hablaban de Juan Carlos. Él tenía una camisa azul, regalo de algún pariente el día de su cumpleaños. Se la pedí prestada.
El director recorrió la fila con la pareja. La mujer susurró algo a su marido cuando me vio y los dos se quedaron mirando la camisa azul.
Aquella tarde abandoné el orfanato vestido todavía con la camisa azul de Juan Carlos.
La última vez que le vi, su cara estaba pegada en la ventana y me miraba con una mezcla de decepción y de rabia que quizá fuera el inicio de la expresión cínica que tenía ahora.
-¿Qué es lo que quieres? –le pregunté.
-Nada. Solo pasaba a ver qué tal te iba. Siempre es bueno ver cómo han prosperado los viejos amigos. Volveremos a vernos –dijo.
Y no sabía si era un deseo o una amenaza.
Lo seguí con la mirada hasta que se marchó. Intenté centrarme de nuevo en el trabajo pero, cuando fui a coger mi estilográfica de oro para firmar los nuevos contratos, me di cuenta de que había desaparecido.

***

Los asuntos del negocio acapararon mi atención y Juan Carlos volvió a ser solo un recuerdo molesto de una infancia casi olvidada.
Aquel día, estuvimos revisando el balance anual hasta tarde. Cuando salí del despacho, la noche era fría y húmeda. Entré en un bar cerca de la oficina a tomar algo y allí, en la barra, estaba acodado Juan Carlos, convenciendo al camarero de que le sirviera la última copa.
            -Vaya. Te dije que volveríamos a vernos. Paga mi cuenta y demos un paseo. Por los viejos tiempos y las deudas sin pagar –dijo.
. Los charcos de lluvia brillaban como lagos minúsculos bajo la luz de las farolas. En las ventanas se veían algunas luces encendidas o televisores parpadeando en habitaciones oscuras. Algunos coches partían los charcos del asfalto mojado y se saltaban los semáforos en ámbar.
-Las noches como estas acaban siempre con alguna chica de alquiler en una pensión –dijo Juan Carlos.
Me pasó el brazo por los hombros y me llevó al barrio chino. Princesitas de acento suave y falda corta desafiando el frío susurraban obscenidades a nuestro paso. Escogió a una chica menuda que le sostuvo la mirada y le preguntó si buscaba compañía.
-¿No quieres venir con nosotros? –me preguntó Juan Carlos.
-No, me voy a casa –respondí.
-¿Hay alguien que te esté esperando?
-Mi mujer.
-Qué diferentes son nuestras vidas ahora. Yo buscando compañía de pago, durmiendo en pensiones baratas con la ropa arrugada en una maleta y tú casado y con tus camisas perfectamente planchadas.
No pude zafarme del abrazo que me ofrecía y me marché. Cuando quise consultar la hora, no encontré mi reloj en la muñeca y mi anillo de casado había desaparecido.

***

Volví a mis ocupaciones e intenté olvidar los encuentros con Juan Carlos. Con el comienzo del año, el trabajo se acumulaba sobre mi mesa, los clientes no paraban de telefonear y pasaba horas delante del ordenador enviando y respondiendo mails.
Entraba en casa cuando mi esposa estaba ya durmiendo y salía antes de que se hubiese despertado. La comunicación entre nosotros se reducía a notas en la mesa de la cocina y a la ropa que ella me dejaba preparada en la percha para el día siguiente con la indicación expresa por mi parte de que evitara las camisas azules.
La última vez que vi a Juan Carlos fue una noche fría y seca. A pesar de que la helada estaba empezando a blanquear la hierba, decidí ir caminando hasta casa. Sentí el aire frío penetrando en mi abrigo mientras cruzaba el puente. Y allí estaba Juan Carlos, apoyado a duras penas en una farola. Su aspecto era mucho peor que la vez anterior. Parecía uno más de los mendigos que duermen en la acera sobre cartones o en cajeros automáticos de no ser porque tenía mi reloj en la muñeca y mi anillo de casado en el dedo.
-¿Qué haces aquí? –le dije.
-Vaya, es un gusto encontrarse con un viejo amigo.
-No somos amigos –le respondí.
-Hace frío y estoy borracho. Acompáñame a la pensión. Me lo debes.
-Yo no te debo nada. Solo una camisa azul.
-Y una vida que no te corresponde.
Entonces lo comprendí. Jamás se rendiría. Quería destruirme o volverme loco. Arrebatarme poco a poco lo que era mío. La pluma de oro. El reloj. El anillo. Nos miramos fijamente, cada uno viendo en los ojos del otro la vida que le hubiera tocado vivir. Pero era yo el que había salido adelante. Desde que puse el pie fuera del orfanato me juré no volver a ser pobre nunca más ni volver la vista atrás. Y ahora que había conseguido lo que quería, ninguna sombra del pasado me lo iba a arrebatar.
Forcejeamos. Juan Carlos luchaba con la rabia del que no tiene nada que perder, yo, con la del que puede perderlo todo. Finalmente, logré arrinconarle contra la barandilla del puente.
-¿Qué vas a hacer? ¿Vas a matarme? –dijo.
Y me di cuenta de que era el escenario propicio. Un puente. Un alcohólico sin horizontes y al que nadie iba a echar de menos. Un suicidio o un accidente.
No me fue difícil empujarle, aplastarle contra la barandilla, cogerle de las piernas y arrojarle al río. Chapoteó torpemente, boqueó durante unos segundos y se hundió. Esperé unos instantes y me marché a casa. Sentí como si al desaparecer los círculos en el agua hubiera sepultado mi pasado en el lecho del río.
Los días siguientes estuve leyendo la crónica de sucesos de la prensa local. No se informaba del hallazgo de ningún cadáver.

***

A partir de aquella noche, todo empezó a ir mal. Los clientes dejaron de telefonear, los beneficios se convirtieron en pérdidas y oía a mis empleados susurrar a mis espaldas acerca de mi incapacidad para llevar el negocio “debido a su situación personal”.
En la solicitud de divorcio, mi esposa hizo hincapié en mis relaciones con prostitutas y mi alcoholismo sin que fuera consciente ni de haber sido infiel ni de haberme emborrachado.
Después de mi separación, lo perdí todo y tuve que irme a vivir a una pensión. Solo me quedaba por empeñar una caja de cartón que mi ex mujer me había enviado. “La encontré en el armario” –me había escrito. “Puedes vender lo que hay dentro.”

En el interior de la caja estaba mi estilográfica de oro, mi reloj de pulsera, mi anillo de casado y una camisa azul.

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