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sábado, 4 de julio de 2015

Un hermano para Carlos

¿Qué pasaría si los padres de un hijo único mimado y caprichoso decidieran encargar un hermano gemelo robot? La respuesta está en este relato.



1 Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2 Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3 Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

La última rabieta de Carlos, causada por dos grados más en el agua de su bañera de hidromasajes, hizo que destrozara a golpes al robot doméstico.   
-Tiene el síndrome del emperador con ciertos rasgos de hiperactividad. Desgraciadamente, es bastante habitual en esta época de hijos únicos –les dijo el psicólogo infantil.
-¿Y qué podemos hacer para solucionarlo? –preguntó la madre.
-Podrían dar a su hijo un hermano de su misma edad –respondió el psicólogo.
-¿Acaso eso es posible? –dijo el padre.
-Bueno, les puedo conseguir la dirección de una factoría. Son especialistas en ingeniería robótica. Pueden elaborar un hermano para Carlos en función del perfil que les voy a proporcionar. Es mejor que sea físicamente igual a él. Lo entenderá como una prolongación natural de su ser y no como un enemigo con el que luchar por el espacio. Se pueden programar sus rasgos de personalidad para crear un opuesto: los opuestos se atraen y Carlos podrá aprender de su hermano otros valores y absorber caracteres como la dulzura o la tranquilidad.
Carlos tuvo que pasar numerosos análisis, escáneres, test y pruebas casi sedado después de haber pateado las espinillas y mordido los brazos de cuantos médicos y enfermeras se pusieron a su alcance.
-¿Por qué me tienen que hacer todas estas pruebas? –protestó.
-Ya te lo hemos dicho. Van a fabricarte un hermanito.
-Abollaré su piel con un martillo, le abriré la cabeza con el abrelatas, arrancaré los cables de su estómago y solo servirá de batería para mi tren de juguete. Después, le echaré líquido oxidante para destruirlo por dentro y yo mismo le sacaré por la mañana para que se lo lleve el camión de la basura.
Los padres suspiraron y pagaron una tasa suplementaria para que el robot tuviera un revestimiento irrompible.

***

Llegó en una caja de madera grande como un armario. Cuando la abrieron, el robot estornudó y de su boca salieron unas virutas de serrín que volaron por el aire. A pesar de que los psicólogos les habían alertado sobre un posible efecto espejo, lo cierto es que se los distinguía perfectamente. El robot siempre besaba a sus padres en la mejilla antes de irse a dormir, cogía la correspondencia, sacaba la basura sin que nadie se lo pidiera y ayudaba a pintar el garaje sin que la brocha goteara y dejara manchas en el piso de cemento pulido.
Le prepararon una cama en la habitación de Carlos pero él dijo que le molestaba la lucecita roja que indicaba que la batería de su hermano estaba cargándose. Sus padres ignoraron sus quejas hasta que un día el hermano de Carlos no bajó a desayunar porque le había desconectado el cargador de la corriente eléctrica. El día que la robot asistenta descubrió un martillo debajo de la almohada de Carlos los padres comprendieron que sería mejor ponerlos en habitaciones separadas.

***

-Quizá no haya sido tan buena idea encargar un hermano para Carlos –dijo el padre mientras la robot asistenta le servía el desayuno.
-¿Por qué? –dijo la madre.
-Ni siquiera funciona el que jueguen juntos. El otro día Carlos pisoteó la maqueta de madera que había hecho su hermano como paisaje del tren de juguete.
-Es cierto, y yo le pregunté que por qué había rayado el revestimiento de piel de su hermano con un cuchillo y Carlos me contestó que solo quería saber si sangraba –dijo la madre.
El padre suspiró pensando más en los gastos de reparación que en la travesura de su hijo.

***

A la hora de la comida los dos hermanos se sentaron a la mesa, idénticos, con las mismas ropas. Solo se distinguía al robot de Carlos por unas abolladuras en su piel.
-¿Por qué tu hermano ha venido hoy con esas abolladuras? –preguntó el padre.
-¿Soy yo su guardián? –respondió Carlos.
-Carlos, cariño, deberías dejar de cruzar el semáforo en rojo. Ya sabes que al final es tu hermano quien acaba sufriendo las consecuencias –dijo la madre.
-¿Tengo yo la culpa de que se tire a los coches para protegerme? –dijo Carlos.
-Sí, sabes perfectamente que tu hermano está obligado a hacerlo por las leyes de la robótica –dijo el padre.
-Tanto peor para él –dijo Carlos.
Y, mientras tanto, el niño robot seguía comiendo sin entender nada.

***

A la mañana siguiente, la madre siguió con la vista a los dos hermanos mientras cruzaban el paso de cebra para tomar el autobús escolar. El semáforo estaba en rojo y el hermano de Carlos se detuvo pero Carlos siguió caminando a pesar de que se acercaba el camión de recogida de residuos tecnológicos. Pero aquella vez el hermano de Carlos no actuó y este se salvó de milagro gracias a que el camión pegó un volantazo que le llevó a destrozar la valla recién pintada y el macizo de hortensias plantadas por el robot jardinero, quien quedó irreparable después del atropello y acabó en el remolque del mismo camión recogedor al que había abollado el chasis.

***

-Quizá se esté dando una transferencia de rasgos de personalidad –dijo el psicólogo.
-¿A qué se refiere? –preguntó el padre.
-Verá, el disco cerebral tiene una personalidad definida, con las leyes de la robótica implantadas, pero por el principio de imitación algunos rasgos pueden llegar a aprenderse. En este caso el robot está aprendiendo algunos rasgos de personalidad de Carlos.
-¿La idea no era la contraria? –dijo la madre.
-¿Insinúa usted que nuestro hijo es una mala influencia? –dijo el padre.
-¿No hará daño a nuestro hijo? –dijo la madre.
-No se preocupen por eso. Hemos reinstalado las leyes de la robótica en su disco duro para que prevalezcan sobre el principio de imitación –dijo el psicólogo.

***

Lo cierto es que Carlos cada día trataba peor a su hermano, aprovechándose de que no podía defenderse.
-Yo creceré y tú nunca lo harás –dijo Carlos.
-Mientes –dijo su hermano.
-Claro que no. Yo me haré grande y fuerte. Ya me está saliendo pelo en las mejillas y voy a empezar a afeitarme. Tú siempre tendrás esa piel de hojalata.
-Pero tú envejecerás y morirás y yo no –respondió su hermano.
La frente de Carlos se frunció. Era la primera vez que su hermano le contestaba.
-Tú solo estás aquí porque te necesito. Cuando deje de necesitarte te llevaran a la fábrica, te formatearán y dejarás de existir. Solo eres un parásito.
            -No, no es verdad.
-Sí, sí lo es.
Y Carlos empezó a afeitarse cada mañana entre las miradas de incomprensión de su hermano. Cuando quiso imitarlo, solo sintió un roce metálico de la maquinilla mientras que su hermano dejaba en las cuchillas finas hebras de pelo negro que luego limpiaba la robot asistenta.

***

La robot asistenta descubrió que era el corcho de las casitas de juguete para la maqueta del tren lo que atascaba el retrete del cuarto de baño. Fue el primero de una serie de accidentes domésticos, algunos tan casuales que nadie sabía a qué atribuirlos: tapas del salero desenroscadas, armarios infestados de polillas, una plaga de ratones que horadaban el césped del jardín…
Pero el colmo fue cuando encontraron lubricante en lugar de aceite en la ensalada.
            -Carlos, estamos hartos de tus bromas pesadas –dijo la madre.
-No, mamá, te juro que esta vez no he sido yo –dijo Carlos.
-Esta vez te has pasado de la raya. Tu castigo será la desconexión digital un fin de semana entero –dijo el padre.
-¡No, papá! ¡Eso implica estar sin internet, sin teléfono y sin consola dos días!
-Bueno, podrás jugar al tren de juguete con tu hermano –dijo la madre.

***

-Por tu culpa papá y mamá me han castigado –dijo Carlos a su hermano el sábado por la mañana.
-¿Por mi culpa?
-Tú echaste lubricante en la aceitera.
-Pensé que si era bueno para mí, también lo podría ser para vosotros.
-No eres más que un robot estúpido que no crecerá jamás –dijo Carlos mientras entraba a la bañera de hidromasajes preparada por la robot asistenta con el agua puesta cuidadosamente a 36 grados.
La maquinilla de afeitar estaba todavía enchufada a la corriente con su cable elástico. Carlos se recostó en la bañera. Su hermano tomó la maquinilla.

***

La madre se despertó de golpe y, sin saber por qué, supo que algo iba mal.
La casa estaba completamente en silencio.
La madre se dirigió a la habitación de Carlos con pasos presurosos por la alfombra del pasillo. No se dio cuenta al pasar delante del cuarto de baño que la luz que salía por debajo de la puerta pero sí notó un leve olor a quemado.
Entró en la habitación y lo vio de espaldas, todavía con el pijama puesto.
-¿Carlos? –preguntó la madre.
-¿Mamá? –dijo el niño sin volverse.

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