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miércoles, 1 de julio de 2015

Fauna no tan salvaje

Para el día de hoy, un relato cómico de metamorfosis animales.


Juan Carlos era pelirrojo, con un mechón canoso a la izquierda, lo que le daba un toque de excentricidad poco apropiado para un hombre de negocios. No obstante, su imaginación le permitía adelantarse a todas las situaciones, y eso, unido a su creatividad y a su don de gentes, había hecho de él un buen broker. Pero muchas veces tiraba su reputación por la borda cuando a la hora del café bromeaba con sus deseos de hacerse titiritero o con lo bonito que sería ganarse la vida tocando en el metro. Lo cierto es que nunca se sabía si hablaba en serio o en broma, puesto que cuando hacía esas confesiones sus ojos parecían perder las ojeras de las cinco horas de sueño y adquirían un brillo especial remarcado por su horrible corbata naranja fosforito.
Tengo que confesar un secreto, yo me acostaba con su esposa. No es que me sienta especialmente orgulloso pero me parecía un desperdicio que una mujer como Vero estuviera casada con Juan Carlos. Ella estaba siempre perfecta con el carmín a juego con el color de su bolso y sus tacones, la mirada al frente hasta cuando bajaba las escaleras y ese aire de superioridad no fingida que tienen las mujeres que han nacido en una familia con una cuenta bancaria de más de cinco cifras.
Juan Carlos era, creo que se habrán dado cuenta, un soñador y ser un soñador, como el acné, es inevitable durante la adolescencia, en la universidad sirve para seducir a las chicas pero en el mundo adulto resulta tan fuera de lugar como hacer footing nocturno o parar el coche en el arcén de una carretera comarcal para fotografiar campos de girasoles, actividades a las que, por cierto, también era aficionado Juan Carlos.
-Podría soñar con unas vacaciones en un resort en Tailandia, con hacer una piscina de invierno o con tener un yakuzzi pero no con montar su propio circo o con tener un jardín con una oveja pastando –me decía Vero en la habitación del hotel. Como siga con sus excentricidades, van a acabar por echarle del trabajo. Y eso que a mí también me gusta soñar. Sueño que tú, como buen amante de novela negra, contratas a un asesino a sueldo para matar a Juan Carlos y yo me convierto en una viuda negra vestida de blanco después de tres meses de luto.
-Querida, si fuera un buen amante de novela negra, tendría que matarle yo mismo y no tengo ganas de mancharme la camisa de sangre.
Y entonces Vero se marchaba indignada al cuarto de baño para maquillarse e ir a la reunión de la junta directiva.
            Es curioso, pero creo que Juan Carlos sabía que me acostaba con Vero y él me hizo confidente de sus fantasías, de esas fantasías que me hacían reír y que indignaban a Vero cuando se las contaba en nuestras charlas después de hacer el amor. De hecho, imaginaba que a Juan Carlos le gustaba la idea de ser el objeto de nuestras conversaciones.
            -Hoy ha sido muy divertido –dije. Me contó con toda seriedad que en sus vidas anteriores había sido esclavo en el Antiguo Egipto, gladiador en Roma y taxista en Nueva York pero que nunca se había reencarnado en un animal, que sería interesante que el estado de ánimo solo dependiera del tiempo atmosférico o del ciclo de apareamiento.
            -Dios mío, qué poca clase tiene hasta para escoger sus vidas anteriores, todos creen haber sido Julio Cesar o Luis XIV y yo misma, en mi etapa budista, estaba convencida de haber sido Cleopatra. Bueno, si ese es su deseo, espero que se cumpla y que se reencarne en algún animal inofensivo, un perro o un gato.
            -Bueno, él más bien hablaba de convertirse en un topo y explorar el subsuelo, o ser una gaviota y comer pescado gratis. Me comentó que una avispa también estaría bien, a pesar de su mala fama. A diferencia de las abejas, pueden picar y no morir después y no están siempre al servicio de la reina.
            -Que se reencarne en lo que quiera, solo deseo que lo haga lo más pronto posible, no me apetece mandar imprimir otras tarjetas de visita. Las últimas que hice eran de color marfil, de papel efecto seda y me costaron una fortuna.
Lo cierto es que al día siguiente recibimos la noticia de que un coche había atropellado a Juan Carlos.
Vero lloró con mucha clase en el entierro. Consiguió las lágrimas justas para que nadie la acusara de frialdad pero tampoco de exhibicionismo. Lloró la cantidad exacta para que sus ojos adquirieran una tonalidad ligeramente rojiza pero sin que se le corriera el maquillaje.
Nos habían invitado a jugar al golf al día siguiente del funeral y, puesto que había que tratar de negocios importantes, nadie sugirió la conveniencia de retrasar en encuentro por la muerte de Juan Carlos. Como bien dijo Vero, continuar con nuestro trabajo era el mejor homenaje que podíamos hacerle.
Cuando el conserje del club de golf nos recibió, estaba pálido y descompuesto.
-Creo que tendremos que suspender el partido -dijo. Un topo gigantesco ha destrozado casi una hectárea de césped. Finalmente, los jardineros han podido partirle el cuello con una pala y, se van a reír de mí, pero tenía un color rojizo y un mechón blanco idéntico al del señor Juan Carlos.
Decidimos ir a tomar un cóctel de gambas con salsa rosa en la terraza del club náutico para compensar la tarde perdida. El problema fue que una bandada de gaviotas se lanzó sobre la concurrencia y algún sombrero acabó como tributo al mar. Lo peor fue que los excrementos de las gaviotas destrozaron más de un vestido y ya se sabe por las referencias del servicio doméstico que el excremento de gaviota es más difícil de quitar que el de cigüeña.
Una de las gaviotas, la líder de la bandada, se marchó graznando y tenía el pico del mismo color naranja que esa horrible corbata de Juan Carlos, aquella que la asistenta acabó quemando por accidente y por orden expresa de Vero. Afortunadamente siempre hay un niño con una buena escopeta de perdigones lista para ejercitar su puntería en otra cosa distinta que las copas de champán o las vidrieras del invernadero.
El niño acertó de lleno a la gaviota, que se convirtió en una mancha blanca con motas rojas que fue engullida directamente por el mar.
-Parece que la mala suerte nos persigue –dije a Vero. Te propongo hacer un pic-nic en el bosque.
-Tengo la incómoda sensación de que no va a ser una experiencia agradable.
-Bueno, de alguna manera tenemos que celebrar el funeral de Juan Carlos.  
Prometo que no me di cuenta de que en el árbol a cuya sombra escogí sentarnos había un nido de avispas rabiosas. Sus picaduras provocaron más de un escozor en mi cuello, lo que hizo que no pudiera desabrocharme el último botón de la camisa durante una buena temporada.

 En cuanto a Vero, las avispas la tomaron con su escote y, desde aquel día, no sé por qué, mira recelosa a cualquier animal que se encuentra por la calle.

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