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domingo, 5 de julio de 2015

El hijo del sepulturero

En esta ocasión os dejo una versión de Frankenstein desde un punto de vista infantil. Espero que os divirtáis tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.


El hijo del sepulturero había aprendido a ver la muerte como algo natural desde que su padre abría los ataúdes para comprobar si podía llevarse algún colgante o gemelo de oro.
Como ayudante de enterrador, tenía como misiones raspar la falange de algún dedo con un anillo que se resistía a salir, cavar las tumbas, cargar los sacos de cal viva, arrojarlos en la fosa común, apartar a las ratas de los cadáveres frescos y recoger los huesos entre las voces de su padre que le decía:
-Soy el rey del cementerio. Y tú no eres más que un enterrador que cava entre madrigueras de ratas.
A pesar de los desprecios de su padre, que tenía como costumbre lanzarle puñados de cal viva a la cara cuando estaba enfadado y en una ocasión la había partido un dedo del pie de un golpe de azada, el hijo del sepulturero quería ejercer el oficio y ser también el rey del cementerio.
El hijo del sepulturero no acostumbraba a jugar con los demás niños. La profesión de su padre le había convertido en un paria pero tampoco había ayudado demasiado su afición por tocar el tambor con tibias de muertos ni su costumbre de sestear en verano sobre las lápidas del cementerio.
Es cierto que las madres se llevaban a sus hijos para evitar que jugaran con el del sepulturero pero algunos niños se apuntaban a las fiestas que organizaba en el cementerio. De todas maneras, cuando acudían a jugar a las cartas sobre las lápidas y luego volvían a casa para contarlo, las madres reaccionaban espantadas y prohibían a sus hijos ir a jugar las fiestas en el cementerio.
El hijo del sepulturero no comprendía cómo los demás niños podían preferir el parque al cementerio. Al fin y al cabo, el cementerio siempre estaba más tranquilo, lleno de estatuas con las que jugar, epitafios interesantes que leer, ratas que domesticar y coronas de flores marchitas para esparcir entre las lápidas.

***

Un día, un joven caballero se presentó en la caseta donde vivían él y su padre.
-Necesito un cadáver fresco, con brazos fuertes preferiblemente.
Estaba acostumbrado a esas peticiones, que le proporcionaban monedas de oro que escondía a su padre. No hacía preguntas. No le interesado el destino de los cadáveres fuera del cementerio. Algo intuía acerca de hospitales, facultades de medicina  y experimentos. Pero esta vez el hombre era demasiado joven para ser un médico e iba demasiado bien vestido para ser uno de los recaderos que hacían llegar los cadáveres a las clases de anatomía forense.
Le llevó hasta la fosa común, y seleccionó para el hombre el cadáver de un joven que había muerto atropellado.
-Aquí lo tiene, señor. Era cargador en el muelle, con lo que sus brazos levantaban hasta cien kilos. Un carruaje lo atropelló en la calle cuando salía de gastarse su salario en la taberna y murió de un golpe en la cabeza por uno de los cascos del caballo. El resto del cuerpo solo tiene algunos rasguños.
            -Eres un buen chico, ¿lo sabías?
            -Gracias, señor.
            -Aquí tienes –y le entregó dos monedas de oro, más grandes aún que las que había visto poner sobre los ojos de los muertos.
            El hombre volvió varias veces, siempre con algún recado específico: un cadáver con manos delicadas y ágiles, preferiblemente de una costurera o un pianista, otro con buenas piernas, ya sabes, de algún ladronzuelo ahorcado acostumbrado a huir de la policía u otro que tenga un buen hígado o unos buenos riñones, y recuerda que eso excluye a los marineros del puerto. Y me resulta un poco incómodo tener que desplazar el cadáver completo, sería mejor que tú mismo me fueras entregando los miembros y órganos que te pida, tu paga será aún mayor.
            -Eres el mejor ayudante del mundo. Pero me gustaría que me lo demostraras una vez más. Te voy a hacer un encargo especial.
            -Estoy a su servicio.
            -Necesito una cabeza de varón, pero, sabes, no la quiero de un ahorcado. Toda la sangre se agolpa en la cabeza y eso no es bueno para mis experimentos. Desearía una cabeza de alguien muerto de un golpe contundente en el cuello, pero sin que hubiera daños en el cráneo.   
-Sí, señor.
            -Sé que lo que te pido es difícil y requiere, quizá, un esfuerzo por tu parte. De todas maneras, has de saber que si se da un golpe seco en el cuello con la fuerza adecuada, mueren sin dolor. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
            -Sí, señor.
            Y no tienes que apenarte. De la muerte se puede obtener vida y si sacrificando una vida pudieras salvar cientos ¿lo harías?
            -Claro que sí, señor.
            -Estupendo. Te sugiero que practiques primero con conejos hasta que domines la técnica. Esta vez irás a mi casa a darme la cabeza.
Y el hijo del sepulturero fue al mercado a comprar conejos vivos para aprender a matarlos de un golpe. No le costó mucho dominar la técnica. Había dejado de ser un niño desvalido y se había convertido en un adolescente de brazos fornidos debido a la cantidad de fosas cavadas, de sacos de cal acarreados y de ataúdes transportados.

***

Aquella noche, su padre dormía boca abajo, con algunas moscas revoloteando alrededor de su calva pero estaba tan borracho que no parecía importarle.
Un golpe certero, en el cuello, para no estropear el cráneo y hacer que se abriera como una calabaza seca. Mueren sin dolor, como los conejos del matadero.
Blandió la vara de hierro que utilizaba de palanca para mover las lápidas y dio un golpe seco en el cuello de su padre. Solo se convulsionó una vez y no hubo ni sangre ni heridas, solo una marca violeta.
La siguiente parte fue más difícil. Arrastró el cadáver y seccionó la cabeza de un solo tajo.
Envolvió el resto del cuerpo con unas sábanas viejas y lo arrojó a la fosa común. Su padre rodó por la pendiente hasta el fondo. Apenas se le distinguía entre decenas de sacos inmóviles.
Apartó a las ratas que ya se habían lanzado en busca de carne fresca y empezó a echar paletadas de cal.

***

-¿Lo has traído? Su rostro tenía una expresión febril, semejante en su tonalidad púrpura a los cadáveres de marineros ahogados.
-Aquí la tiene.
Y le entregó la cabeza de su padre envuelta en sábanas.
-Llegaste en el momento oportuno. Se avecina una tormenta.
Alcanzó a ver alambiques, pipetas, matraces, probetas, morteros y un microscopio pero también escalpelos, sierras y pinzas que le recordaban a los instrumentos de tortura que había visto cuando acudía a recoger algún cadáver en el sótano de la prisión.
De repente, sintió un olor que ya le era tan familiar que tenía incluso adherido a las ropas pero que no había percibido fuera del cementerio. Pero ese olor, que hacía que la gente se le apartara cuando iba a comprar al mercado, no lo había sentido jamás en otro sitio y salía del interior de la casa. Y vio en el laboratorio los miembros cercenados de los cadáveres que le había proporcionado: los brazos musculosos del marinero, las piernas de aquel ladrón que siempre huía de la policía y las manos de aquel pianista que se había suicidado.
El doctor vio cómo las fosas nasales del hijo del sepulturero se ensanchaban.
-Aquí tienes tu paga. Ahora vete.

***
Ahora era él el rey del cementerio y, a pesar de la tormenta, no había nada o nadie que pudiera arrebatarle esa sensación de triunfo.
Entró la casa que había compartido con su padre, ya sin golpes en la mesa, sin botellas de cristal por las esquinas y sin sacos de cal apilados a la entrada.
La tormenta seguía azotando la ciudad, las gotas de lluvia se deslizaban por las estatuas de ángeles y vírgenes como si fueran lágrimas y el resplandor de los rayos hacía brillar las lápidas mojadas.
Sabía que al día siguiente no había funerales previstos y, desde luego, esa noche no se iba a ocupar de apartar las ratas de la fosa común.
Entre el ruido de la lluvia, oyó en el exterior algo extraño, como el chapotear de una rana gigantesca en un charco.
El hijo del sepulturero no creía en fantasmas. Había visto demasiados cadáveres pudriéndose como para creer en la resurrección de la carne o en los espíritus y los únicos estremecimientos que había observado en los cuerpos descomponiéndose estaban causados por las ratas que deambulaban en la fosa común y roían los vendajes para comerse la carne.
Se asomó a la ventana pero la lluvia era tan espesa que no alcanzaba a ver nada hasta que el resplandor de un relámpago le hizo ver una figura gigantesca, como una momia reanimada, envuelta en una tela amarillenta, semejante a las sábanas sucias que utilizaban como sudarios para los cadáveres de los indigentes.
La figura avanzó hacia la casa bamboleándose, caminando de la misma manera que un bebé deforme y gigante que estuviera aprendiendo a dar sus primeros pasos.
El hijo del sepulturero atrancó la puerta pero la fuerza descomunal del monstruo la arrancó de los goznes.

La gigantesca figura se abalanzó sobre él y pudo ver el rostro de su padre lleno de cicatrices, cosido a un amasijo de miembros de cadáveres que él mismo se había ocupado de descuartizar, antes de recibir un abrazo mortal que hizo que sus costillas crujieran y estallaran sus pulmones.

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