Cuantos más cuentos cuentes, más cuentos cuenta.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Está prohibido

Prohibiciones

-Está prohibido subir al desván y bajar al sótano.
-Está prohibido asomarse al pozo.
-Está prohibido hacer ruido a la hora de la siesta.
-Está prohibido acostarse después de la medianoche.
-Está prohibido salir a pasear de noche.
-Está prohibido perderse en el bosque.
-Está prohibido pasar demasiado tiempo en el baño.
-Está prohibido jugar con muñecos de plástico en la bañera.
-Está prohibido masturbarse y dejar restos de semen en el pijama.
-Está prohibido sentir placer sin avergonzarse.
-Está prohibido ir a desayunar con una erección matutina debajo del pijama.
-Está prohibido tumbarse en el césped y contemplar las nubes.
-Está prohibido soñar demasiado.
-Está prohibido cantar en la mesa.
-Está prohibido hablar demasiado alto y demasiado bajo.
-Está prohibido conjugar el verbo sentir en primera persona.
-Está prohibido ilusionarse con el futuro.
-Está prohibido aspirar a ser más de lo que eres.
-Está prohibido que tu piel toque la de otras personas, ni siquiera por azar.
-Está prohibido quejarse al padre.
-Está prohibido pensar en matar a tu hermano.
-Está  prohibido preguntar por qué está prohibido. 

viernes, 10 de julio de 2015

La noche de San Lorenzo

Una noche de verano que dura para siempre...



Vacaciones. Agosto. Noche de San Lorenzo. El cielo estaba lleno de luna y de estrellas que se deslizaban, silenciosas, como gotas de leche sobre un mantel azul oscuro, mientras hacían guiños en la superficie del mar.
-Pide un deseo –dijo ella.
-Vale.
-¿Qué has pedido? –me preguntó.
-Quiero que esta noche dure para siempre.
Nos abrazamos sobre la arena mientras las olas rompían y borraban las frases de enamorados que habíamos escrito aquella tarde. No recuerdo cuándo me quedé dormido.
            Cuando desperté, era de día, pero no con la claridad y el aire fresco de la mañana. La arena estaba caliente y el sol se ponía en el horizonte. Ella estaba escribiendo palabras de amor en la arena con una rama seca.
            -Va a anochecer. Podemos quedarnos aquí a ver las estrellas.
            -¿A ver las estrellas?

-¿Lo has olvidado? Hoy es la noche de San Lorenzo.

jueves, 9 de julio de 2015

Navidad en la Tierra

Hoy os dejo un cuento sobre un selenita que va a pasar sus primeras navidades a la tierra. Un saludo a todos.
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la terminal del puente aéreo Luna-Tierra, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio a casa de sus abuelos y deseaban que fuera lo más agradable posible.
Quizá porque el niño pertenecía a la primera generación de selenitas, nacidos y criados en la luna, sus padres estaban también obsesionados por la salud de su hijo durante su estancia en la Tierra. Sus músculos no estaban acostumbrados a luchar contra la gravitación terrestre y sus pulmones no habían respirado otro aire que no fuera artificial.
Le habían puesto todas las vacunas preventivas y había pasado el periodo de ejercicios obligatorios para aumentar la masa muscular. Además, los padres le habían llevado a cabinas de respiración para que inhalara un aire semejante al de la Tierra y a unas cuantas sesiones de rayos uva para quitar su aspecto blanquecino.
Pero, a pesar de los posibles inconvenientes, el viaje era necesario. El niño tenía orígenes terrestres y ya había llegado el momento de pasar unas navidades con su familia y conocerla de una manera diferente a una vídeo-conferencia con retraso de cuatro segundos.
De todas maneras, no tenía ganas de ir a ese planeta azul desconocido y al que, sin embargo, llamaban hogar. No concebía una ciudad que no estuviera cubierta por una cúpula protectora ni salir al aire libre sin el traje espacial y odiaba las lecciones de geografía en donde debía retener en su memoria la distribución de los países, océanos y montañas de un mundo que le era por completo ajeno.
***
A pesar de las preocupaciones de los padres, el viaje fue razonablemente bien. El niño solo se asustó un poco cuando, próximos al aterrizaje, la bola azul de la Tierra se fue haciendo cada vez más y más grande.
Al salir de la terminal para vuelos interespaciales, miraba con miedo y asombro a esos familiares terrestres y morenos, de masa muscular marcada, que le abrazaban sin consideración a su frágil cuerpo, le deseaban feliz navidad y le llamaban por su nombre sin que le hubieran visto más que por vídeo llamada.
Cuando entró en la casa de la mano de sus padres, la cena de nochebuena ya estaba preparada.
El niño se quedó contemplando el belén sin comprender ese paisaje extraño en miniatura en el que las montañas eran verdes y no de color ceniza y sobre las que había unos animales blancos y peludos.
Los postres transcurrieron con los mayores en la mesa y los pequeños jugando al escondite y haciendo carreras por el pasillo, pero el niño se encontraba muy cansado de moverse por la atmósfera terrestre y sus primos se burlaban de sus jadeos y de su piel de leche.
-Quiero volver a casa –le dijo el niño a su madre.
-Pero esta también es tu casa.
-No, no lo es.
Y salió corriendo al jardín.
***


    La noche era fría y la hierba empezaba a blanquear. Vio la luna, blanca, grande y redonda, en un cielo despejado, rodeada de estrellas. Otras familias de selenitas estarían allí celebrando la navidad, observando ese planeta azul con puntos luminosos.
    -¿Qué miras? –le preguntó uno de sus primos dándole un empujón.
    -La luna.
    -¿Y qué tiene de especial? –le preguntó el otro dándole un puñetazo en el hombro.
    -Allí fuera puedes dar un salto de ocho metros casi sin esfuerzo.
    -¿Ah, sí?
    -Sí.
    -Entonces las canastas de baloncesto serán muy altas.
    -Bueno, fuera de la cúpula no podemos jugar al baloncesto. Solo podemos hacer excursiones con la escafandra.
    -¿La cúpula?
    -¿La escafandra?
    Y el niño comenzó a hablarles de las ciudades de la luna, de las cúpulas brillantes, de los paseos espaciales, de los viajes a la cara oculta, de los cráteres, de las noches de menos doscientos grados y de los días de cien.
    La abuela se asomó a la puerta.
    -Vamos, entrad, fuera hace frío.
    Pero el niño seguía hablando mientras señalaba hacia la luna y sus primos no se movían de su lado.

    miércoles, 8 de julio de 2015

    La camisa azul

    Y hoy un cuento de lo que pudo haber sido y no fue y sobre el desdoblamiento de identidad.


    -¿Te acuerdas de mí?
    Dudé durante unos instantes hasta que le reconocí.
    Quizá porque hacía tiempo que había dejado de ser pobre, casi se me habían borrado de la memoria todos los detalles de mi infancia: aquel orfanato, el medio tazón de leche y el pedazo de pan mohoso para el desayuno, los dormitorios comunes, las literas, las sábanas amarilleadas por la lejía, los retretes desinfectados con amoniaco, los armarios metálicos, su olor a naftalina y los asistentes sociales que nos daban un poco de cariño por horas.
    Y ahora le tenía delante de mí, como un recuerdo envejecido prematuramente, unos ojos marcados por las ojeras, barba de tres días, la boca torcida en una expresión cínica, y olor a alcohol en el aliento.
    -Juan Carlos… –respondí.
    Iba a añadir “me alegró de verte”, pero sabía que la distancia entre las palabras y los gestos sería lo bastante grande como para quedar en ridículo.
    -Parece que te han ido bien las cosas –dijo.
                Lo cierto es que sí me había ido bien. Podría decirle que exageraba, pero no podía esconder mi camisa azul de seda ni la estilográfica de oro, ni el reloj de pulsera. Tras la muerte de mis padres adoptivos, heredé la empresa familiar y, a pesar de la crisis, lo había convertido en un negocio próspero.
                -No me puedo quejar... Y a ti, ¿cómo te ha ido? –pregunté.
    Juan Carlos no contestó de inmediato.
    -Es curioso cómo un pequeño detalle puede cambiar tu vida. Todo consiste en interpretar un papel y llamar la atención de alguien en el momento adecuado… –dijo.  
    Entonces recordé las tardes en el orfanato a primeros de mes, cuando acudían parejas maduras con deseos de adoptar. Daban una vuelta entre las filas de niños y se marchaban con alguno de nosotros. A medida que crecíamos, disminuían las posibilidades de ser adoptados. Juan Carlos y yo nos habíamos acostumbrado a decir adiós a los otros niños y ya no intercambiábamos promesas de cartas o postales con los que conseguían una familia adoptiva.
    Había una competencia feroz por llamar la atención de los matrimonios. Juan Carlos me enseñaba pequeños trucos para lograrlo, desde ensayar miradas desvalidas hasta ponerse una camisa ajustada al cuerpo para marcar la delgadez y provocar la ternura de los posibles padres adoptivos.
    Interpretar un papel. Llamar la atención. Sabía a lo que se refería. Aquella tarde en el orfanato me tocaba hacer vigilancia de pasillo cerca de los despachos de administración. Una pareja estaba dentro hablando con el director y se oían pasar las páginas acartonadas de un álbum de fotos.
    -Dentro de poco los podrán ver personalmente –oí que decía el director.
    -Mira, este lleva una camisa azul celeste parecida a la que tenía nuestro hijo.
    Sabía que hablaban de Juan Carlos. Él tenía una camisa azul, regalo de algún pariente el día de su cumpleaños. Se la pedí prestada.
    El director recorrió la fila con la pareja. La mujer susurró algo a su marido cuando me vio y los dos se quedaron mirando la camisa azul.
    Aquella tarde abandoné el orfanato vestido todavía con la camisa azul de Juan Carlos.
    La última vez que le vi, su cara estaba pegada en la ventana y me miraba con una mezcla de decepción y de rabia que quizá fuera el inicio de la expresión cínica que tenía ahora.
    -¿Qué es lo que quieres? –le pregunté.
    -Nada. Solo pasaba a ver qué tal te iba. Siempre es bueno ver cómo han prosperado los viejos amigos. Volveremos a vernos –dijo.
    Y no sabía si era un deseo o una amenaza.
    Lo seguí con la mirada hasta que se marchó. Intenté centrarme de nuevo en el trabajo pero, cuando fui a coger mi estilográfica de oro para firmar los nuevos contratos, me di cuenta de que había desaparecido.

    ***

    Los asuntos del negocio acapararon mi atención y Juan Carlos volvió a ser solo un recuerdo molesto de una infancia casi olvidada.
    Aquel día, estuvimos revisando el balance anual hasta tarde. Cuando salí del despacho, la noche era fría y húmeda. Entré en un bar cerca de la oficina a tomar algo y allí, en la barra, estaba acodado Juan Carlos, convenciendo al camarero de que le sirviera la última copa.
                -Vaya. Te dije que volveríamos a vernos. Paga mi cuenta y demos un paseo. Por los viejos tiempos y las deudas sin pagar –dijo.
    . Los charcos de lluvia brillaban como lagos minúsculos bajo la luz de las farolas. En las ventanas se veían algunas luces encendidas o televisores parpadeando en habitaciones oscuras. Algunos coches partían los charcos del asfalto mojado y se saltaban los semáforos en ámbar.
    -Las noches como estas acaban siempre con alguna chica de alquiler en una pensión –dijo Juan Carlos.
    Me pasó el brazo por los hombros y me llevó al barrio chino. Princesitas de acento suave y falda corta desafiando el frío susurraban obscenidades a nuestro paso. Escogió a una chica menuda que le sostuvo la mirada y le preguntó si buscaba compañía.
    -¿No quieres venir con nosotros? –me preguntó Juan Carlos.
    -No, me voy a casa –respondí.
    -¿Hay alguien que te esté esperando?
    -Mi mujer.
    -Qué diferentes son nuestras vidas ahora. Yo buscando compañía de pago, durmiendo en pensiones baratas con la ropa arrugada en una maleta y tú casado y con tus camisas perfectamente planchadas.
    No pude zafarme del abrazo que me ofrecía y me marché. Cuando quise consultar la hora, no encontré mi reloj en la muñeca y mi anillo de casado había desaparecido.

    ***

    Volví a mis ocupaciones e intenté olvidar los encuentros con Juan Carlos. Con el comienzo del año, el trabajo se acumulaba sobre mi mesa, los clientes no paraban de telefonear y pasaba horas delante del ordenador enviando y respondiendo mails.
    Entraba en casa cuando mi esposa estaba ya durmiendo y salía antes de que se hubiese despertado. La comunicación entre nosotros se reducía a notas en la mesa de la cocina y a la ropa que ella me dejaba preparada en la percha para el día siguiente con la indicación expresa por mi parte de que evitara las camisas azules.
    La última vez que vi a Juan Carlos fue una noche fría y seca. A pesar de que la helada estaba empezando a blanquear la hierba, decidí ir caminando hasta casa. Sentí el aire frío penetrando en mi abrigo mientras cruzaba el puente. Y allí estaba Juan Carlos, apoyado a duras penas en una farola. Su aspecto era mucho peor que la vez anterior. Parecía uno más de los mendigos que duermen en la acera sobre cartones o en cajeros automáticos de no ser porque tenía mi reloj en la muñeca y mi anillo de casado en el dedo.
    -¿Qué haces aquí? –le dije.
    -Vaya, es un gusto encontrarse con un viejo amigo.
    -No somos amigos –le respondí.
    -Hace frío y estoy borracho. Acompáñame a la pensión. Me lo debes.
    -Yo no te debo nada. Solo una camisa azul.
    -Y una vida que no te corresponde.
    Entonces lo comprendí. Jamás se rendiría. Quería destruirme o volverme loco. Arrebatarme poco a poco lo que era mío. La pluma de oro. El reloj. El anillo. Nos miramos fijamente, cada uno viendo en los ojos del otro la vida que le hubiera tocado vivir. Pero era yo el que había salido adelante. Desde que puse el pie fuera del orfanato me juré no volver a ser pobre nunca más ni volver la vista atrás. Y ahora que había conseguido lo que quería, ninguna sombra del pasado me lo iba a arrebatar.
    Forcejeamos. Juan Carlos luchaba con la rabia del que no tiene nada que perder, yo, con la del que puede perderlo todo. Finalmente, logré arrinconarle contra la barandilla del puente.
    -¿Qué vas a hacer? ¿Vas a matarme? –dijo.
    Y me di cuenta de que era el escenario propicio. Un puente. Un alcohólico sin horizontes y al que nadie iba a echar de menos. Un suicidio o un accidente.
    No me fue difícil empujarle, aplastarle contra la barandilla, cogerle de las piernas y arrojarle al río. Chapoteó torpemente, boqueó durante unos segundos y se hundió. Esperé unos instantes y me marché a casa. Sentí como si al desaparecer los círculos en el agua hubiera sepultado mi pasado en el lecho del río.
    Los días siguientes estuve leyendo la crónica de sucesos de la prensa local. No se informaba del hallazgo de ningún cadáver.

    ***

    A partir de aquella noche, todo empezó a ir mal. Los clientes dejaron de telefonear, los beneficios se convirtieron en pérdidas y oía a mis empleados susurrar a mis espaldas acerca de mi incapacidad para llevar el negocio “debido a su situación personal”.
    En la solicitud de divorcio, mi esposa hizo hincapié en mis relaciones con prostitutas y mi alcoholismo sin que fuera consciente ni de haber sido infiel ni de haberme emborrachado.
    Después de mi separación, lo perdí todo y tuve que irme a vivir a una pensión. Solo me quedaba por empeñar una caja de cartón que mi ex mujer me había enviado. “La encontré en el armario” –me había escrito. “Puedes vender lo que hay dentro.”

    En el interior de la caja estaba mi estilográfica de oro, mi reloj de pulsera, mi anillo de casado y una camisa azul.

    martes, 7 de julio de 2015

    DNI por puntos

    Hoy os traigo un cuento que surgió de la idea de aplicar el carné de conducir por puntos al DNI. Espero que os guste.



    Visto el éxito del carné de conducir por puntos, se decidió trasladar el modelo al carné de identidad. Por cada delito, el estado quitaba parte de tu identidad.
    Empezaban por la identidad sexual: te levantabas de la cama sin saber si eras homo o hetero. Continuaban por la identidad ideológica: no recordabas si eras votante de izquierdas o derechas. Cuando te arrebataban la identidad de género, te preguntabas qué postura adoptar ante un retrete. Finalmente, quedabas vacío de identidad.

    Ahora por las calles vagan como zombies exdelincuentes sin identidad. “Medidas de ahorro” –dicen- “así no tenemos que mantener cárceles”.

    domingo, 5 de julio de 2015

    Leche de rata

    Hola a tod@s:

    Hoy os dejo un cuento sobre un niño criado en los túneles del metro y amamantado con leche de rata. La idea vino de un capítulo de los Simpsons en el que la mafia distribuye leche de rata en la escuela de Springfield.


    El niño del metro vivía en los túneles desde que tenía uso de razón. Los empleados le habían visto crecer, arrastrarse, gatear imitando los pasos cortos y ligeros de las ratas, vestirse de alguna chaqueta o abrigo olvidado en un vagón del metro y beber agua de los servicios públicos. Se limitaban a pasar el informe a los compañeros del turno siguiente para que supieran de su existencia pero a ninguno de ellos se le ocurrió nunca llamar a un asistente social, al fin y al cabo el niño tenía controlada la frecuencia de los trenes para evitar ser atropellado.
    Nadie sabía quiénes eran los padres del niño del metro, si es que los tenía. Se alimentaba de las sobras que le daban los mendigos, las pocas voces que escuchaba eran las de la megafonía y había aprendido a leer mediante los anuncios publicitarios y las revistas gratuitas. No sabía de otro reloj que no fuera el ruido del tren cada dos minutos. El día y la noche nada significaban para él y solo las diferenciaba por la ausencia del metro nocturno. No tenía a nadie a quien querer ni nadie que le quisiera.   
    A excepción de las ratas: entre ellas había aprendido a andar, le proporcionaban leche tibia de la que alimentarse y le dejaban espacio entre su camada para amamantarle.
    Pero hay días en los que el sol brilla y penetra hasta en los más profundos túneles del metro. Fue el día en el que el niño del metro detuvo a tiempo el carrito de un bebé antes de que cayera a la vía y la madre se enterneció con la mirada de animal herido de aquel niño de piel de leche y ojos grandes y brillantes como linternas que podía caminar a cuatro patas.
    -Adoptémoslo –dijo la madre a su marido. Él ha salvado la vida de nuestro hijo.
    -Como quieras, pero ocúpate tú de todo el papeleo, ya sabes que yo odio la burocracia –respondió el marido mientras conectaba el despertador para el día siguiente y pensaba que tampoco pasaba tanto tiempo en casa como para que un niño más pudiera estorbarle.
    Adoptar al niño del metro no fue tarea fácil. No lo fue llevarle hasta la oficina ya que se detenía cada poco tiempo y apoyaba la cabeza sobre la acera para oír el ruido del metro. No fue tampoco fácil por cuestiones administrativas.
    -Sabe usted, para rellenar los papeles debemos inscribirle con un nombre –dijo la asistenta social.
     -He preguntado a los empleados del metro y ninguno lo sabe. Es simplemente el niño del metro –dijo la madre.
    -Está bien. Le leeré los nombres más comunes para ver si reacciona a alguno.
    Y la madre resopló ante la perspectiva de pasar una mañana entera oyendo el recitado de nombres sin poder ir al centro comercial.
    Después de la retahíla de Alejandro, Álvaro, Antonio, Carlos, Fernando, Francisco, sin que el niño reaccionara, la madre pudo abandonar el despacho de la asistente social prometiendo regresar al día siguiente. Finalmente, la obligación de firmar los papeles y poner un nombre al niño se fue perdiendo entre otros asuntos más urgentes de la agenda familiar hasta que se olvidó de ello.
    El niño hubo de acostumbrarse a jornadas marcadas por el día y la noche y no reguladas por el metro.
    -Pero todavía se despierta gritando a las 5:50, cuando me queda más de una hora para que suene el despertador –protestó el padre a su esposa. Vaya idea la tuya de adoptarlo.
    -Ya sabes, cree que el primer metro va a arroyarle, necesita tiempo –respondió la madre.
    Pero era difícil vivir con alguien para el que las cosas cotidianas se hacen por primera vez.
    -Vomita la leche del desayuno –decía el hermano mayor.
    -Ya sabéis que su estómago está acostumbrado solo a digerir la de rata –decía la madre.
    -El otro día gritó ante el espejo del baño –dijo el hermano mediano.
    -Eso es porque no conoce su reflejo –dijo el hermano mayor.
    -O porque se asusta de su piel de leche –dijo el hermano mediano. Por eso nuestro hermano pequeño tiene miedo cada vez que el niño del metro se le acerca.
    -Y por eso llora tanto por las noches –dijo el padre, que cada día estaba más convencido de que haber adoptado al niño del metro había sido un pago desproporcionado por haber salvado la vida del bebé.
    Sus hermanos se avergonzaban de la mirada asustadiza del niño del metro, de su piel de leche y de su forma de comer el bocadillo enseñando exageradamente sus incisivos, como si fuera una rata. A veces se unían a los coros de compañeros de escuela que le llamaban rata de alcantarilla, le escupían y le arrojaban pelotas de papel higiénico mojadas.
    Pero entre los niños lo que es objeto de atención hoy se olvida mañana y aquel día la novedad en la escuela fue una rata que había aparecido en los retretes.
    Quedó cercada en la esquina por el corro de muchachos, intentó trepar por la pared y fue de un lado a otro moviendo su cola rosada, con su hocico olisqueando el peligro y sus ojos negros interrogantes.
    -Habría que llamar al conserje para que la matara –dijo uno de los niños.
    -¿Para qué si eso lo podemos hacer nosotros? –dijo otro.
    -Podríamos cazarla para diseccionarla en la clase de biología –dijo uno de los más estudiosos.
    -O soltarla en clase de inglés durante el examen –dijo uno de los más gamberros.
    -Quizá se haga amiga de vuestro hermano –dijo uno de los más crueles.
    -¡No es nuestro hermano! –respondieron al mismo tiempo el hermano mayor y el mediano.
    -Mirad, parece como si se conocieran –dijo otro niño.
    El niño del metro se puso a cuatro patas sobre las baldosas de los baños. Parecía más cómodo que cuando caminaba con pasos vacilantes de los que apenas saben andar. La rata dejó de correr de un lado a otro y se quedó quieta. Los dos se miraron con un reconocimiento mutuo y el niño del metro se acercó a la rata, se inclinó sobre ella y comenzó a mamar su leche, recordando los tiempos en los que apenas se sostenía sobre sus piernas en el metro y solo conocía el cariño de las ratas que apartaban a sus crías para amamantarle de leche tibia.
    Al principio, hubo silencio, luego, gritos de asco y después el sonido de arcadas y vómitos. Y el niño se volvió con un hilillo de leche cayéndole de las comisuras, sin entender las miradas de sus hermanos ni de sus compañeros de clase.
    Y luego, pasos rápidos por los pasillos, llamadas de teléfono precipitadas entre las que se distinguían frases como “no se pueden desentender ahora”, “ustedes son sus tutores legales”, “la escuela no se puede hacer cargo” y “nunca firmamos los papeles de adopción”, “por no tener, no tiene ni nombre”, “solo era una obra de caridad temporal”.
     El niño estuvo esperando a que su madre acudiera a buscarlo a la salida del colegio sin que se presentara. Cuando llegó la hora de cerrar el colegio, el conserje le acompañó a la salida y se marchó.
    En el parque los otros niños y sus hermanos le estaban esperando. Le zarandearon, le empujaron, y dejaron su cuerpo cubierto de insultos y escupitajos.
    Y se arrastró a una boca de metro cercana, al principio con las manos en los oídos porque creía estar oyendo todavía los insultos. Corrió por las escaleras mecánicas, gateó en el andén, se introdujo en el túnel y oyó el ruido tranquilizador de un tren que se acercaba.

    Esta vez, ni siquiera pensó en apartarse.

    El hijo del sepulturero

    En esta ocasión os dejo una versión de Frankenstein desde un punto de vista infantil. Espero que os divirtáis tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.


    El hijo del sepulturero había aprendido a ver la muerte como algo natural desde que su padre abría los ataúdes para comprobar si podía llevarse algún colgante o gemelo de oro.
    Como ayudante de enterrador, tenía como misiones raspar la falange de algún dedo con un anillo que se resistía a salir, cavar las tumbas, cargar los sacos de cal viva, arrojarlos en la fosa común, apartar a las ratas de los cadáveres frescos y recoger los huesos entre las voces de su padre que le decía:
    -Soy el rey del cementerio. Y tú no eres más que un enterrador que cava entre madrigueras de ratas.
    A pesar de los desprecios de su padre, que tenía como costumbre lanzarle puñados de cal viva a la cara cuando estaba enfadado y en una ocasión la había partido un dedo del pie de un golpe de azada, el hijo del sepulturero quería ejercer el oficio y ser también el rey del cementerio.
    El hijo del sepulturero no acostumbraba a jugar con los demás niños. La profesión de su padre le había convertido en un paria pero tampoco había ayudado demasiado su afición por tocar el tambor con tibias de muertos ni su costumbre de sestear en verano sobre las lápidas del cementerio.
    Es cierto que las madres se llevaban a sus hijos para evitar que jugaran con el del sepulturero pero algunos niños se apuntaban a las fiestas que organizaba en el cementerio. De todas maneras, cuando acudían a jugar a las cartas sobre las lápidas y luego volvían a casa para contarlo, las madres reaccionaban espantadas y prohibían a sus hijos ir a jugar las fiestas en el cementerio.
    El hijo del sepulturero no comprendía cómo los demás niños podían preferir el parque al cementerio. Al fin y al cabo, el cementerio siempre estaba más tranquilo, lleno de estatuas con las que jugar, epitafios interesantes que leer, ratas que domesticar y coronas de flores marchitas para esparcir entre las lápidas.

    ***

    Un día, un joven caballero se presentó en la caseta donde vivían él y su padre.
    -Necesito un cadáver fresco, con brazos fuertes preferiblemente.
    Estaba acostumbrado a esas peticiones, que le proporcionaban monedas de oro que escondía a su padre. No hacía preguntas. No le interesado el destino de los cadáveres fuera del cementerio. Algo intuía acerca de hospitales, facultades de medicina  y experimentos. Pero esta vez el hombre era demasiado joven para ser un médico e iba demasiado bien vestido para ser uno de los recaderos que hacían llegar los cadáveres a las clases de anatomía forense.
    Le llevó hasta la fosa común, y seleccionó para el hombre el cadáver de un joven que había muerto atropellado.
    -Aquí lo tiene, señor. Era cargador en el muelle, con lo que sus brazos levantaban hasta cien kilos. Un carruaje lo atropelló en la calle cuando salía de gastarse su salario en la taberna y murió de un golpe en la cabeza por uno de los cascos del caballo. El resto del cuerpo solo tiene algunos rasguños.
                -Eres un buen chico, ¿lo sabías?
                -Gracias, señor.
                -Aquí tienes –y le entregó dos monedas de oro, más grandes aún que las que había visto poner sobre los ojos de los muertos.
                El hombre volvió varias veces, siempre con algún recado específico: un cadáver con manos delicadas y ágiles, preferiblemente de una costurera o un pianista, otro con buenas piernas, ya sabes, de algún ladronzuelo ahorcado acostumbrado a huir de la policía u otro que tenga un buen hígado o unos buenos riñones, y recuerda que eso excluye a los marineros del puerto. Y me resulta un poco incómodo tener que desplazar el cadáver completo, sería mejor que tú mismo me fueras entregando los miembros y órganos que te pida, tu paga será aún mayor.
                -Eres el mejor ayudante del mundo. Pero me gustaría que me lo demostraras una vez más. Te voy a hacer un encargo especial.
                -Estoy a su servicio.
                -Necesito una cabeza de varón, pero, sabes, no la quiero de un ahorcado. Toda la sangre se agolpa en la cabeza y eso no es bueno para mis experimentos. Desearía una cabeza de alguien muerto de un golpe contundente en el cuello, pero sin que hubiera daños en el cráneo.   
    -Sí, señor.
                -Sé que lo que te pido es difícil y requiere, quizá, un esfuerzo por tu parte. De todas maneras, has de saber que si se da un golpe seco en el cuello con la fuerza adecuada, mueren sin dolor. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
                -Sí, señor.
                Y no tienes que apenarte. De la muerte se puede obtener vida y si sacrificando una vida pudieras salvar cientos ¿lo harías?
                -Claro que sí, señor.
                -Estupendo. Te sugiero que practiques primero con conejos hasta que domines la técnica. Esta vez irás a mi casa a darme la cabeza.
    Y el hijo del sepulturero fue al mercado a comprar conejos vivos para aprender a matarlos de un golpe. No le costó mucho dominar la técnica. Había dejado de ser un niño desvalido y se había convertido en un adolescente de brazos fornidos debido a la cantidad de fosas cavadas, de sacos de cal acarreados y de ataúdes transportados.

    ***

    Aquella noche, su padre dormía boca abajo, con algunas moscas revoloteando alrededor de su calva pero estaba tan borracho que no parecía importarle.
    Un golpe certero, en el cuello, para no estropear el cráneo y hacer que se abriera como una calabaza seca. Mueren sin dolor, como los conejos del matadero.
    Blandió la vara de hierro que utilizaba de palanca para mover las lápidas y dio un golpe seco en el cuello de su padre. Solo se convulsionó una vez y no hubo ni sangre ni heridas, solo una marca violeta.
    La siguiente parte fue más difícil. Arrastró el cadáver y seccionó la cabeza de un solo tajo.
    Envolvió el resto del cuerpo con unas sábanas viejas y lo arrojó a la fosa común. Su padre rodó por la pendiente hasta el fondo. Apenas se le distinguía entre decenas de sacos inmóviles.
    Apartó a las ratas que ya se habían lanzado en busca de carne fresca y empezó a echar paletadas de cal.

    ***

    -¿Lo has traído? Su rostro tenía una expresión febril, semejante en su tonalidad púrpura a los cadáveres de marineros ahogados.
    -Aquí la tiene.
    Y le entregó la cabeza de su padre envuelta en sábanas.
    -Llegaste en el momento oportuno. Se avecina una tormenta.
    Alcanzó a ver alambiques, pipetas, matraces, probetas, morteros y un microscopio pero también escalpelos, sierras y pinzas que le recordaban a los instrumentos de tortura que había visto cuando acudía a recoger algún cadáver en el sótano de la prisión.
    De repente, sintió un olor que ya le era tan familiar que tenía incluso adherido a las ropas pero que no había percibido fuera del cementerio. Pero ese olor, que hacía que la gente se le apartara cuando iba a comprar al mercado, no lo había sentido jamás en otro sitio y salía del interior de la casa. Y vio en el laboratorio los miembros cercenados de los cadáveres que le había proporcionado: los brazos musculosos del marinero, las piernas de aquel ladrón que siempre huía de la policía y las manos de aquel pianista que se había suicidado.
    El doctor vio cómo las fosas nasales del hijo del sepulturero se ensanchaban.
    -Aquí tienes tu paga. Ahora vete.

    ***
    Ahora era él el rey del cementerio y, a pesar de la tormenta, no había nada o nadie que pudiera arrebatarle esa sensación de triunfo.
    Entró la casa que había compartido con su padre, ya sin golpes en la mesa, sin botellas de cristal por las esquinas y sin sacos de cal apilados a la entrada.
    La tormenta seguía azotando la ciudad, las gotas de lluvia se deslizaban por las estatuas de ángeles y vírgenes como si fueran lágrimas y el resplandor de los rayos hacía brillar las lápidas mojadas.
    Sabía que al día siguiente no había funerales previstos y, desde luego, esa noche no se iba a ocupar de apartar las ratas de la fosa común.
    Entre el ruido de la lluvia, oyó en el exterior algo extraño, como el chapotear de una rana gigantesca en un charco.
    El hijo del sepulturero no creía en fantasmas. Había visto demasiados cadáveres pudriéndose como para creer en la resurrección de la carne o en los espíritus y los únicos estremecimientos que había observado en los cuerpos descomponiéndose estaban causados por las ratas que deambulaban en la fosa común y roían los vendajes para comerse la carne.
    Se asomó a la ventana pero la lluvia era tan espesa que no alcanzaba a ver nada hasta que el resplandor de un relámpago le hizo ver una figura gigantesca, como una momia reanimada, envuelta en una tela amarillenta, semejante a las sábanas sucias que utilizaban como sudarios para los cadáveres de los indigentes.
    La figura avanzó hacia la casa bamboleándose, caminando de la misma manera que un bebé deforme y gigante que estuviera aprendiendo a dar sus primeros pasos.
    El hijo del sepulturero atrancó la puerta pero la fuerza descomunal del monstruo la arrancó de los goznes.

    La gigantesca figura se abalanzó sobre él y pudo ver el rostro de su padre lleno de cicatrices, cosido a un amasijo de miembros de cadáveres que él mismo se había ocupado de descuartizar, antes de recibir un abrazo mortal que hizo que sus costillas crujieran y estallaran sus pulmones.

    sábado, 4 de julio de 2015

    Un hermano para Carlos

    ¿Qué pasaría si los padres de un hijo único mimado y caprichoso decidieran encargar un hermano gemelo robot? La respuesta está en este relato.



    1 Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
    2 Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
    3 Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

    La última rabieta de Carlos, causada por dos grados más en el agua de su bañera de hidromasajes, hizo que destrozara a golpes al robot doméstico.   
    -Tiene el síndrome del emperador con ciertos rasgos de hiperactividad. Desgraciadamente, es bastante habitual en esta época de hijos únicos –les dijo el psicólogo infantil.
    -¿Y qué podemos hacer para solucionarlo? –preguntó la madre.
    -Podrían dar a su hijo un hermano de su misma edad –respondió el psicólogo.
    -¿Acaso eso es posible? –dijo el padre.
    -Bueno, les puedo conseguir la dirección de una factoría. Son especialistas en ingeniería robótica. Pueden elaborar un hermano para Carlos en función del perfil que les voy a proporcionar. Es mejor que sea físicamente igual a él. Lo entenderá como una prolongación natural de su ser y no como un enemigo con el que luchar por el espacio. Se pueden programar sus rasgos de personalidad para crear un opuesto: los opuestos se atraen y Carlos podrá aprender de su hermano otros valores y absorber caracteres como la dulzura o la tranquilidad.
    Carlos tuvo que pasar numerosos análisis, escáneres, test y pruebas casi sedado después de haber pateado las espinillas y mordido los brazos de cuantos médicos y enfermeras se pusieron a su alcance.
    -¿Por qué me tienen que hacer todas estas pruebas? –protestó.
    -Ya te lo hemos dicho. Van a fabricarte un hermanito.
    -Abollaré su piel con un martillo, le abriré la cabeza con el abrelatas, arrancaré los cables de su estómago y solo servirá de batería para mi tren de juguete. Después, le echaré líquido oxidante para destruirlo por dentro y yo mismo le sacaré por la mañana para que se lo lleve el camión de la basura.
    Los padres suspiraron y pagaron una tasa suplementaria para que el robot tuviera un revestimiento irrompible.

    ***

    Llegó en una caja de madera grande como un armario. Cuando la abrieron, el robot estornudó y de su boca salieron unas virutas de serrín que volaron por el aire. A pesar de que los psicólogos les habían alertado sobre un posible efecto espejo, lo cierto es que se los distinguía perfectamente. El robot siempre besaba a sus padres en la mejilla antes de irse a dormir, cogía la correspondencia, sacaba la basura sin que nadie se lo pidiera y ayudaba a pintar el garaje sin que la brocha goteara y dejara manchas en el piso de cemento pulido.
    Le prepararon una cama en la habitación de Carlos pero él dijo que le molestaba la lucecita roja que indicaba que la batería de su hermano estaba cargándose. Sus padres ignoraron sus quejas hasta que un día el hermano de Carlos no bajó a desayunar porque le había desconectado el cargador de la corriente eléctrica. El día que la robot asistenta descubrió un martillo debajo de la almohada de Carlos los padres comprendieron que sería mejor ponerlos en habitaciones separadas.

    ***

    -Quizá no haya sido tan buena idea encargar un hermano para Carlos –dijo el padre mientras la robot asistenta le servía el desayuno.
    -¿Por qué? –dijo la madre.
    -Ni siquiera funciona el que jueguen juntos. El otro día Carlos pisoteó la maqueta de madera que había hecho su hermano como paisaje del tren de juguete.
    -Es cierto, y yo le pregunté que por qué había rayado el revestimiento de piel de su hermano con un cuchillo y Carlos me contestó que solo quería saber si sangraba –dijo la madre.
    El padre suspiró pensando más en los gastos de reparación que en la travesura de su hijo.

    ***

    A la hora de la comida los dos hermanos se sentaron a la mesa, idénticos, con las mismas ropas. Solo se distinguía al robot de Carlos por unas abolladuras en su piel.
    -¿Por qué tu hermano ha venido hoy con esas abolladuras? –preguntó el padre.
    -¿Soy yo su guardián? –respondió Carlos.
    -Carlos, cariño, deberías dejar de cruzar el semáforo en rojo. Ya sabes que al final es tu hermano quien acaba sufriendo las consecuencias –dijo la madre.
    -¿Tengo yo la culpa de que se tire a los coches para protegerme? –dijo Carlos.
    -Sí, sabes perfectamente que tu hermano está obligado a hacerlo por las leyes de la robótica –dijo el padre.
    -Tanto peor para él –dijo Carlos.
    Y, mientras tanto, el niño robot seguía comiendo sin entender nada.

    ***

    A la mañana siguiente, la madre siguió con la vista a los dos hermanos mientras cruzaban el paso de cebra para tomar el autobús escolar. El semáforo estaba en rojo y el hermano de Carlos se detuvo pero Carlos siguió caminando a pesar de que se acercaba el camión de recogida de residuos tecnológicos. Pero aquella vez el hermano de Carlos no actuó y este se salvó de milagro gracias a que el camión pegó un volantazo que le llevó a destrozar la valla recién pintada y el macizo de hortensias plantadas por el robot jardinero, quien quedó irreparable después del atropello y acabó en el remolque del mismo camión recogedor al que había abollado el chasis.

    ***

    -Quizá se esté dando una transferencia de rasgos de personalidad –dijo el psicólogo.
    -¿A qué se refiere? –preguntó el padre.
    -Verá, el disco cerebral tiene una personalidad definida, con las leyes de la robótica implantadas, pero por el principio de imitación algunos rasgos pueden llegar a aprenderse. En este caso el robot está aprendiendo algunos rasgos de personalidad de Carlos.
    -¿La idea no era la contraria? –dijo la madre.
    -¿Insinúa usted que nuestro hijo es una mala influencia? –dijo el padre.
    -¿No hará daño a nuestro hijo? –dijo la madre.
    -No se preocupen por eso. Hemos reinstalado las leyes de la robótica en su disco duro para que prevalezcan sobre el principio de imitación –dijo el psicólogo.

    ***

    Lo cierto es que Carlos cada día trataba peor a su hermano, aprovechándose de que no podía defenderse.
    -Yo creceré y tú nunca lo harás –dijo Carlos.
    -Mientes –dijo su hermano.
    -Claro que no. Yo me haré grande y fuerte. Ya me está saliendo pelo en las mejillas y voy a empezar a afeitarme. Tú siempre tendrás esa piel de hojalata.
    -Pero tú envejecerás y morirás y yo no –respondió su hermano.
    La frente de Carlos se frunció. Era la primera vez que su hermano le contestaba.
    -Tú solo estás aquí porque te necesito. Cuando deje de necesitarte te llevaran a la fábrica, te formatearán y dejarás de existir. Solo eres un parásito.
                -No, no es verdad.
    -Sí, sí lo es.
    Y Carlos empezó a afeitarse cada mañana entre las miradas de incomprensión de su hermano. Cuando quiso imitarlo, solo sintió un roce metálico de la maquinilla mientras que su hermano dejaba en las cuchillas finas hebras de pelo negro que luego limpiaba la robot asistenta.

    ***

    La robot asistenta descubrió que era el corcho de las casitas de juguete para la maqueta del tren lo que atascaba el retrete del cuarto de baño. Fue el primero de una serie de accidentes domésticos, algunos tan casuales que nadie sabía a qué atribuirlos: tapas del salero desenroscadas, armarios infestados de polillas, una plaga de ratones que horadaban el césped del jardín…
    Pero el colmo fue cuando encontraron lubricante en lugar de aceite en la ensalada.
                -Carlos, estamos hartos de tus bromas pesadas –dijo la madre.
    -No, mamá, te juro que esta vez no he sido yo –dijo Carlos.
    -Esta vez te has pasado de la raya. Tu castigo será la desconexión digital un fin de semana entero –dijo el padre.
    -¡No, papá! ¡Eso implica estar sin internet, sin teléfono y sin consola dos días!
    -Bueno, podrás jugar al tren de juguete con tu hermano –dijo la madre.

    ***

    -Por tu culpa papá y mamá me han castigado –dijo Carlos a su hermano el sábado por la mañana.
    -¿Por mi culpa?
    -Tú echaste lubricante en la aceitera.
    -Pensé que si era bueno para mí, también lo podría ser para vosotros.
    -No eres más que un robot estúpido que no crecerá jamás –dijo Carlos mientras entraba a la bañera de hidromasajes preparada por la robot asistenta con el agua puesta cuidadosamente a 36 grados.
    La maquinilla de afeitar estaba todavía enchufada a la corriente con su cable elástico. Carlos se recostó en la bañera. Su hermano tomó la maquinilla.

    ***

    La madre se despertó de golpe y, sin saber por qué, supo que algo iba mal.
    La casa estaba completamente en silencio.
    La madre se dirigió a la habitación de Carlos con pasos presurosos por la alfombra del pasillo. No se dio cuenta al pasar delante del cuarto de baño que la luz que salía por debajo de la puerta pero sí notó un leve olor a quemado.
    Entró en la habitación y lo vio de espaldas, todavía con el pijama puesto.
    -¿Carlos? –preguntó la madre.
    -¿Mamá? –dijo el niño sin volverse.

    viernes, 3 de julio de 2015

    El pintalabios lila

    Hoy os paso una historia sobre cómo las segundas oportunidades no siempre son una buena idea. A veces nos hacen darnos de bruces contra una realidad que no queríamos aceptar.

    El pintalabios lila



    Abrí el buzón y me encontré con aquel folleto. Empresa Adán&Eva. Compañía de creación de replicantes. Si entrega fotografías, vídeos, documentos y objetos personales, nos comprometemos a elaborar una reproducción lo más exacta posible del sujeto fallecido, decía el texto del anuncio.
    Después de dos divorcios, quería recuperar a Beatriz, mi primer amor. Su boda con otro hombre y su muerte en aquel accidente me habían dejado el sabor amargo de haber perdido la única relación sincera que había tenido en toda mi vida.
    Acudí a la sede de Adán&Eva. Entregué todo lo que pude encontrar sobre Beatriz. Las fotos de aquellas vacaciones en la playa. Sus objetos inseparables: su barra de carmín lila y su reloj sin números en la esfera. Nuestros mails de ruptura. El vídeo de su boda con aquel cabrón que le hizo la vida imposible y no supo quererla como yo la hubiera querido.
    Por fin la réplica estuvo lista. Era perfecta. Idéntica a ella. Salvo por el detalle de que por las mañanas tomaba zumo de naranja envasado cuando Beatriz prefería tomarlo natural, con las naranjas que yo le exprimía.
    Pero pronto las cosas comenzaron a cambiar. Llamadas sin contestar. Salidas furtivas. Perfumes intensos. Sexo rápido y sin ganas. Exactamente igual que en la última etapa de nuestra relación.
    Un día regresé antes del trabajo. Ella no estaba en casa. Salí a la calle. Me acerqué a aquella cafetería llena de espejos donde solía quedar con ella. Recordé cómo jugábamos a no mirarnos a los ojos, sino a hacerlo a través de nuestros reflejos, conversando los dos de cara al espejo mientras tomábamos un café.
    Y al mirar al espejo los vi sentados en la barra. Bueno, a sus reflejos. Era Beatriz con… con su viudo. Los años le habían tratado bien, solo habían acrecentado su gesto cínico. Él le entregó un estuche. Beatriz lo abrió y sacó un reloj de pulsera sin números en la esfera. Ella sonrió y le dio un beso en los labios. Vi cómo le dejaba una marca de carmín lila. Él, divertido, señaló hacia su corbata. Era lila también. Los labios de Beatriz decían: Ya sé que es tu color favorito.
    Y supe que la había perdido por segunda vez, pero que esta era mucho más dolorosa que la primera. Porque ahora sé que nunca me había amado.

    miércoles, 1 de julio de 2015

    Fauna no tan salvaje

    Para el día de hoy, un relato cómico de metamorfosis animales.


    Juan Carlos era pelirrojo, con un mechón canoso a la izquierda, lo que le daba un toque de excentricidad poco apropiado para un hombre de negocios. No obstante, su imaginación le permitía adelantarse a todas las situaciones, y eso, unido a su creatividad y a su don de gentes, había hecho de él un buen broker. Pero muchas veces tiraba su reputación por la borda cuando a la hora del café bromeaba con sus deseos de hacerse titiritero o con lo bonito que sería ganarse la vida tocando en el metro. Lo cierto es que nunca se sabía si hablaba en serio o en broma, puesto que cuando hacía esas confesiones sus ojos parecían perder las ojeras de las cinco horas de sueño y adquirían un brillo especial remarcado por su horrible corbata naranja fosforito.
    Tengo que confesar un secreto, yo me acostaba con su esposa. No es que me sienta especialmente orgulloso pero me parecía un desperdicio que una mujer como Vero estuviera casada con Juan Carlos. Ella estaba siempre perfecta con el carmín a juego con el color de su bolso y sus tacones, la mirada al frente hasta cuando bajaba las escaleras y ese aire de superioridad no fingida que tienen las mujeres que han nacido en una familia con una cuenta bancaria de más de cinco cifras.
    Juan Carlos era, creo que se habrán dado cuenta, un soñador y ser un soñador, como el acné, es inevitable durante la adolescencia, en la universidad sirve para seducir a las chicas pero en el mundo adulto resulta tan fuera de lugar como hacer footing nocturno o parar el coche en el arcén de una carretera comarcal para fotografiar campos de girasoles, actividades a las que, por cierto, también era aficionado Juan Carlos.
    -Podría soñar con unas vacaciones en un resort en Tailandia, con hacer una piscina de invierno o con tener un yakuzzi pero no con montar su propio circo o con tener un jardín con una oveja pastando –me decía Vero en la habitación del hotel. Como siga con sus excentricidades, van a acabar por echarle del trabajo. Y eso que a mí también me gusta soñar. Sueño que tú, como buen amante de novela negra, contratas a un asesino a sueldo para matar a Juan Carlos y yo me convierto en una viuda negra vestida de blanco después de tres meses de luto.
    -Querida, si fuera un buen amante de novela negra, tendría que matarle yo mismo y no tengo ganas de mancharme la camisa de sangre.
    Y entonces Vero se marchaba indignada al cuarto de baño para maquillarse e ir a la reunión de la junta directiva.
                Es curioso, pero creo que Juan Carlos sabía que me acostaba con Vero y él me hizo confidente de sus fantasías, de esas fantasías que me hacían reír y que indignaban a Vero cuando se las contaba en nuestras charlas después de hacer el amor. De hecho, imaginaba que a Juan Carlos le gustaba la idea de ser el objeto de nuestras conversaciones.
                -Hoy ha sido muy divertido –dije. Me contó con toda seriedad que en sus vidas anteriores había sido esclavo en el Antiguo Egipto, gladiador en Roma y taxista en Nueva York pero que nunca se había reencarnado en un animal, que sería interesante que el estado de ánimo solo dependiera del tiempo atmosférico o del ciclo de apareamiento.
                -Dios mío, qué poca clase tiene hasta para escoger sus vidas anteriores, todos creen haber sido Julio Cesar o Luis XIV y yo misma, en mi etapa budista, estaba convencida de haber sido Cleopatra. Bueno, si ese es su deseo, espero que se cumpla y que se reencarne en algún animal inofensivo, un perro o un gato.
                -Bueno, él más bien hablaba de convertirse en un topo y explorar el subsuelo, o ser una gaviota y comer pescado gratis. Me comentó que una avispa también estaría bien, a pesar de su mala fama. A diferencia de las abejas, pueden picar y no morir después y no están siempre al servicio de la reina.
                -Que se reencarne en lo que quiera, solo deseo que lo haga lo más pronto posible, no me apetece mandar imprimir otras tarjetas de visita. Las últimas que hice eran de color marfil, de papel efecto seda y me costaron una fortuna.
    Lo cierto es que al día siguiente recibimos la noticia de que un coche había atropellado a Juan Carlos.
    Vero lloró con mucha clase en el entierro. Consiguió las lágrimas justas para que nadie la acusara de frialdad pero tampoco de exhibicionismo. Lloró la cantidad exacta para que sus ojos adquirieran una tonalidad ligeramente rojiza pero sin que se le corriera el maquillaje.
    Nos habían invitado a jugar al golf al día siguiente del funeral y, puesto que había que tratar de negocios importantes, nadie sugirió la conveniencia de retrasar en encuentro por la muerte de Juan Carlos. Como bien dijo Vero, continuar con nuestro trabajo era el mejor homenaje que podíamos hacerle.
    Cuando el conserje del club de golf nos recibió, estaba pálido y descompuesto.
    -Creo que tendremos que suspender el partido -dijo. Un topo gigantesco ha destrozado casi una hectárea de césped. Finalmente, los jardineros han podido partirle el cuello con una pala y, se van a reír de mí, pero tenía un color rojizo y un mechón blanco idéntico al del señor Juan Carlos.
    Decidimos ir a tomar un cóctel de gambas con salsa rosa en la terraza del club náutico para compensar la tarde perdida. El problema fue que una bandada de gaviotas se lanzó sobre la concurrencia y algún sombrero acabó como tributo al mar. Lo peor fue que los excrementos de las gaviotas destrozaron más de un vestido y ya se sabe por las referencias del servicio doméstico que el excremento de gaviota es más difícil de quitar que el de cigüeña.
    Una de las gaviotas, la líder de la bandada, se marchó graznando y tenía el pico del mismo color naranja que esa horrible corbata de Juan Carlos, aquella que la asistenta acabó quemando por accidente y por orden expresa de Vero. Afortunadamente siempre hay un niño con una buena escopeta de perdigones lista para ejercitar su puntería en otra cosa distinta que las copas de champán o las vidrieras del invernadero.
    El niño acertó de lleno a la gaviota, que se convirtió en una mancha blanca con motas rojas que fue engullida directamente por el mar.
    -Parece que la mala suerte nos persigue –dije a Vero. Te propongo hacer un pic-nic en el bosque.
    -Tengo la incómoda sensación de que no va a ser una experiencia agradable.
    -Bueno, de alguna manera tenemos que celebrar el funeral de Juan Carlos.  
    Prometo que no me di cuenta de que en el árbol a cuya sombra escogí sentarnos había un nido de avispas rabiosas. Sus picaduras provocaron más de un escozor en mi cuello, lo que hizo que no pudiera desabrocharme el último botón de la camisa durante una buena temporada.

     En cuanto a Vero, las avispas la tomaron con su escote y, desde aquel día, no sé por qué, mira recelosa a cualquier animal que se encuentra por la calle.

    martes, 30 de junio de 2015

    La isla de los cerdos

    Hoy llego con un relato homenaje a Circe, la hechicera de La Odisea que convertía con su vino a los hombres en cerdos y que retuvo a Ulises durante unos años. Quizá siga esperándole en algún lugar del Mediterráneo...


    Después de pasar varios días de calma chicha, necesitábamos víveres, así que desembarcamos en aquella isla a pesar de su aspecto extraño. Quizá fuera por su vegetación espesa, por ese palacio en ruinas encima de la colina o por ese silencio que la envolvía, solo roto por gruñidos de cerdos, lobos y perros que, lejos de intentar atacarnos, se acercaron amistosos a lamernos las manos cuando desembarcamos.
    En el palacio, encontramos a una anciana rodeada de una inmensa tela blanca. Seguía cosiendo a pesar de estar casi ciega y apenas levantó los ojos cuando nos oyó entrar.
    -Marineros perdidos… Hace mucho tiempo pasó un viajero, pero se marchó. Me prometió que volvería y me dijo que tuviera preparado mi vestido de boda. Sigo tejiéndolo desde hace siglos y esperando su regreso… Sentaos conmigo. Tomad un poco de vino…
    Pero los temblores de su mano hicieron que la copa cayera sobre la tela. Algunos de los cerdos se acercaron a lamer el vino y mancharon el vestido con el barro de sus pezuñas.
    -Es mejor que marchéis. Ya ni siquiera tengo fuerzas para ser una buena anfitriona. Ciega como el rapsoda que cantó su historia, y tejiendo como la mujer que lo esperaba en casa…

    Abandonamos la isla. Nos llevamos a algunos cerdos y los matamos para comerlos. Todavía no sé por qué, sentimos que cometíamos un acto impío al sacrificarlos…