Hola a tod@s:
Hoy os dejo un cuento sobre un niño criado en los túneles del metro y amamantado con leche de rata. La idea vino de un capítulo de los Simpsons en el que la mafia distribuye leche de rata en la escuela de Springfield.
El
niño del metro vivía en los túneles desde que tenía uso de razón. Los empleados
le habían visto crecer, arrastrarse, gatear imitando los pasos cortos y ligeros
de las ratas, vestirse de alguna chaqueta o abrigo olvidado en un vagón del metro
y beber agua de los servicios públicos. Se limitaban a pasar el informe a los
compañeros del turno siguiente para que supieran de su existencia pero a
ninguno de ellos se le ocurrió nunca llamar a un asistente social, al fin y al
cabo el niño tenía controlada la frecuencia de los trenes para evitar ser
atropellado.
Nadie
sabía quiénes eran los padres del niño del metro, si es que los tenía. Se
alimentaba de las sobras que le daban los mendigos, las pocas voces que escuchaba
eran las de la megafonía y había aprendido a leer mediante los anuncios
publicitarios y las revistas gratuitas. No sabía de otro reloj que no fuera el
ruido del tren cada dos minutos. El día y la noche nada significaban para él y
solo las diferenciaba por la ausencia del metro nocturno. No tenía a nadie a
quien querer ni nadie que le quisiera.
A
excepción de las ratas: entre ellas había aprendido a andar, le proporcionaban
leche tibia de la que alimentarse y le dejaban espacio entre su camada para
amamantarle.
Pero
hay días en los que el sol brilla y penetra hasta en los más profundos túneles
del metro. Fue el día en el que el niño del metro detuvo a tiempo el carrito de
un bebé antes de que cayera a la vía y la madre se enterneció con la mirada de
animal herido de aquel niño de piel de leche y ojos grandes y brillantes como
linternas que podía caminar a cuatro patas.
-Adoptémoslo
–dijo la madre a su marido. Él ha salvado la vida de nuestro hijo.
-Como
quieras, pero ocúpate tú de todo el papeleo, ya sabes que yo odio la burocracia
–respondió el marido mientras conectaba el despertador para el día siguiente y
pensaba que tampoco pasaba tanto tiempo en casa como para que un niño más
pudiera estorbarle.
Adoptar
al niño del metro no fue tarea fácil. No lo fue llevarle hasta la oficina ya
que se detenía cada poco tiempo y apoyaba la cabeza sobre la acera para oír el
ruido del metro. No fue tampoco fácil por cuestiones administrativas.
-Sabe
usted, para rellenar los papeles debemos inscribirle con un nombre –dijo la
asistenta social.
-He preguntado a los empleados del metro y
ninguno lo sabe. Es simplemente el niño del metro –dijo la madre.
-Está
bien. Le leeré los nombres más comunes para ver si reacciona a alguno.
Y
la madre resopló ante la perspectiva de pasar una mañana entera oyendo el
recitado de nombres sin poder ir al centro comercial.
Después
de la retahíla de Alejandro, Álvaro, Antonio, Carlos, Fernando, Francisco, sin
que el niño reaccionara, la madre pudo abandonar el despacho de la asistente
social prometiendo regresar al día siguiente. Finalmente, la obligación de firmar
los papeles y poner un nombre al niño se fue perdiendo entre otros asuntos más
urgentes de la agenda familiar hasta que se olvidó de ello.
El
niño hubo de acostumbrarse a jornadas marcadas por el día y la noche y no
reguladas por el metro.
-Pero
todavía se despierta gritando a las 5:50, cuando me queda más de una hora para
que suene el despertador –protestó el padre a su esposa. Vaya idea la tuya de
adoptarlo.
-Ya
sabes, cree que el primer metro va a arroyarle, necesita tiempo –respondió la
madre.
Pero
era difícil vivir con alguien para el que las cosas cotidianas se hacen por
primera vez.
-Vomita
la leche del desayuno –decía el hermano mayor.
-Ya
sabéis que su estómago está acostumbrado solo a digerir la de rata –decía la
madre.
-El
otro día gritó ante el espejo del baño –dijo el hermano mediano.
-Eso
es porque no conoce su reflejo –dijo el hermano mayor.
-O
porque se asusta de su piel de leche –dijo el hermano mediano. Por eso nuestro
hermano pequeño tiene miedo cada vez que el niño del metro se le acerca.
-Y
por eso llora tanto por las noches –dijo el padre, que cada día estaba más
convencido de que haber adoptado al niño del metro había sido un pago
desproporcionado por haber salvado la vida del bebé.
Sus
hermanos se avergonzaban de la mirada asustadiza del niño del metro, de su piel
de leche y de su forma de comer el bocadillo enseñando exageradamente sus
incisivos, como si fuera una rata. A veces se unían a los coros de compañeros de
escuela que le llamaban rata de alcantarilla, le escupían y le arrojaban
pelotas de papel higiénico mojadas.
Pero
entre los niños lo que es objeto de atención hoy se olvida mañana y aquel día
la novedad en la escuela fue una rata que había aparecido en los retretes.
Quedó
cercada en la esquina por el corro de muchachos, intentó trepar por la pared y
fue de un lado a otro moviendo su cola rosada, con su hocico olisqueando el
peligro y sus ojos negros interrogantes.
-Habría
que llamar al conserje para que la matara –dijo uno de los niños.
-¿Para
qué si eso lo podemos hacer nosotros? –dijo otro.
-Podríamos
cazarla para diseccionarla en la clase de biología –dijo uno de los más
estudiosos.
-O
soltarla en clase de inglés durante el examen –dijo uno de los más gamberros.
-Quizá
se haga amiga de vuestro hermano –dijo uno de los más crueles.
-¡No
es nuestro hermano! –respondieron al mismo tiempo el hermano mayor y el
mediano.
-Mirad,
parece como si se conocieran –dijo otro niño.
El
niño del metro se puso a cuatro patas sobre las baldosas de los baños. Parecía
más cómodo que cuando caminaba con pasos vacilantes de los que apenas saben
andar. La rata dejó de correr de un lado a otro y se quedó quieta. Los dos se
miraron con un reconocimiento mutuo y el niño del metro se acercó a la rata, se
inclinó sobre ella y comenzó a mamar su leche, recordando los tiempos en los
que apenas se sostenía sobre sus piernas en el metro y solo conocía el cariño
de las ratas que apartaban a sus crías para amamantarle de leche tibia.
Al
principio, hubo silencio, luego, gritos de asco y después el sonido de arcadas
y vómitos. Y el niño se volvió con un hilillo de leche cayéndole de las
comisuras, sin entender las miradas de sus hermanos ni de sus compañeros de
clase.
Y
luego, pasos rápidos por los pasillos, llamadas de teléfono precipitadas entre
las que se distinguían frases como “no se pueden desentender ahora”, “ustedes
son sus tutores legales”, “la escuela no se puede hacer cargo” y “nunca
firmamos los papeles de adopción”, “por no tener, no tiene ni nombre”, “solo
era una obra de caridad temporal”.
El niño estuvo esperando a que su madre
acudiera a buscarlo a la salida del colegio sin que se presentara. Cuando llegó
la hora de cerrar el colegio, el conserje le acompañó a la salida y se marchó.
En
el parque los otros niños y sus hermanos le estaban esperando. Le zarandearon,
le empujaron, y dejaron su cuerpo cubierto de insultos y escupitajos.
Y
se arrastró a una boca de metro cercana, al principio con las manos en los oídos
porque creía estar oyendo todavía los insultos. Corrió por las escaleras
mecánicas, gateó en el andén, se introdujo en el túnel y oyó el ruido
tranquilizador de un tren que se acercaba.
Esta
vez, ni siquiera pensó en apartarse.
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