Para el día de hoy, un relato cómico de metamorfosis animales.
Juan
Carlos era pelirrojo, con un mechón canoso a la izquierda, lo que le daba un
toque de excentricidad poco apropiado para un hombre de negocios. No obstante,
su imaginación le permitía adelantarse a todas las situaciones, y eso, unido a
su creatividad y a su don de gentes, había hecho de él un buen broker. Pero
muchas veces tiraba su reputación por la borda cuando a la hora del café
bromeaba con sus deseos de hacerse titiritero o con lo bonito que sería ganarse
la vida tocando en el metro. Lo cierto es que nunca se sabía si hablaba en
serio o en broma, puesto que cuando hacía esas confesiones sus ojos parecían
perder las ojeras de las cinco horas de sueño y adquirían un brillo especial
remarcado por su horrible corbata naranja fosforito.
Tengo
que confesar un secreto, yo me acostaba con su esposa. No es que me sienta
especialmente orgulloso pero me parecía un desperdicio que una mujer como Vero
estuviera casada con Juan Carlos. Ella estaba siempre perfecta con el carmín a
juego con el color de su bolso y sus tacones, la mirada al frente hasta cuando
bajaba las escaleras y ese aire de superioridad no fingida que tienen las
mujeres que han nacido en una familia con una cuenta bancaria de más de cinco
cifras.
Juan
Carlos era, creo que se habrán dado cuenta, un soñador y ser un soñador, como
el acné, es inevitable durante la adolescencia, en la universidad sirve para
seducir a las chicas pero en el mundo adulto resulta tan fuera de lugar como
hacer footing nocturno o parar el coche en el arcén de una carretera comarcal
para fotografiar campos de girasoles, actividades a las que, por cierto,
también era aficionado Juan Carlos.
-Podría
soñar con unas vacaciones en un resort en Tailandia, con hacer una piscina de
invierno o con tener un yakuzzi pero no con montar su propio circo o con tener
un jardín con una oveja pastando –me decía Vero en la habitación del hotel.
Como siga con sus excentricidades, van a acabar por echarle del trabajo. Y eso
que a mí también me gusta soñar. Sueño que tú, como buen amante de novela
negra, contratas a un asesino a sueldo para matar a Juan Carlos y yo me
convierto en una viuda negra vestida de blanco después de tres meses de luto.
-Querida,
si fuera un buen amante de novela negra, tendría que matarle yo mismo y no
tengo ganas de mancharme la camisa de sangre.
Y
entonces Vero se marchaba indignada al cuarto de baño para maquillarse e ir a
la reunión de la junta directiva.
Es curioso, pero creo que Juan
Carlos sabía que me acostaba con Vero y él me hizo confidente de sus fantasías,
de esas fantasías que me hacían reír y que indignaban a Vero cuando se las
contaba en nuestras charlas después de hacer el amor. De hecho, imaginaba que a
Juan Carlos le gustaba la idea de ser el objeto de nuestras conversaciones.
-Hoy ha sido muy divertido –dije. Me
contó con toda seriedad que en sus vidas anteriores había sido esclavo en el Antiguo
Egipto, gladiador en Roma y taxista en Nueva York pero que nunca se había
reencarnado en un animal, que sería interesante que el estado de ánimo solo
dependiera del tiempo atmosférico o del ciclo de apareamiento.
-Dios mío, qué poca clase tiene
hasta para escoger sus vidas anteriores, todos creen haber sido Julio Cesar o
Luis XIV y yo misma, en mi etapa budista, estaba convencida de haber sido
Cleopatra. Bueno, si ese es su deseo, espero que se cumpla y que se reencarne
en algún animal inofensivo, un perro o un gato.
-Bueno, él más bien hablaba de
convertirse en un topo y explorar el subsuelo, o ser una gaviota y comer
pescado gratis. Me comentó que una avispa también estaría bien, a pesar de su
mala fama. A diferencia de las abejas, pueden picar y no morir después y no
están siempre al servicio de la reina.
-Que se reencarne en lo que quiera,
solo deseo que lo haga lo más pronto posible, no me apetece mandar imprimir
otras tarjetas de visita. Las últimas que hice eran de color marfil, de papel
efecto seda y me costaron una fortuna.
Lo
cierto es que al día siguiente recibimos la noticia de que un coche había
atropellado a Juan Carlos.
Vero
lloró con mucha clase en el entierro. Consiguió las lágrimas justas para que
nadie la acusara de frialdad pero tampoco de exhibicionismo. Lloró la cantidad
exacta para que sus ojos adquirieran una tonalidad ligeramente rojiza pero sin
que se le corriera el maquillaje.
Nos
habían invitado a jugar al golf al día siguiente del funeral y, puesto que había
que tratar de negocios importantes, nadie sugirió la conveniencia de retrasar
en encuentro por la muerte de Juan Carlos. Como bien dijo Vero, continuar con
nuestro trabajo era el mejor homenaje que podíamos hacerle.
Cuando
el conserje del club de golf nos recibió, estaba pálido y descompuesto.
-Creo
que tendremos que suspender el partido -dijo. Un topo gigantesco ha destrozado
casi una hectárea de césped. Finalmente, los jardineros han podido partirle el
cuello con una pala y, se van a reír de mí, pero tenía un color rojizo y un
mechón blanco idéntico al del señor Juan Carlos.
Decidimos
ir a tomar un cóctel de gambas con salsa rosa en la terraza del club náutico
para compensar la tarde perdida. El problema fue que una bandada de gaviotas se
lanzó sobre la concurrencia y algún sombrero acabó como tributo al mar. Lo peor
fue que los excrementos de las gaviotas destrozaron más de un vestido y ya se
sabe por las referencias del servicio doméstico que el excremento de gaviota es
más difícil de quitar que el de cigüeña.
Una
de las gaviotas, la líder de la bandada, se marchó graznando y tenía el pico
del mismo color naranja que esa horrible corbata de Juan Carlos, aquella que la
asistenta acabó quemando por accidente y por orden expresa de Vero. Afortunadamente
siempre hay un niño con una buena escopeta de perdigones lista para ejercitar
su puntería en otra cosa distinta que las copas de champán o las vidrieras del
invernadero.
El
niño acertó de lleno a la gaviota, que se convirtió en una mancha blanca con
motas rojas que fue engullida directamente por el mar.
-Parece
que la mala suerte nos persigue –dije a Vero. Te propongo hacer un pic-nic en
el bosque.
-Tengo
la incómoda sensación de que no va a ser una experiencia agradable.
-Bueno,
de alguna manera tenemos que celebrar el funeral de Juan Carlos.
Prometo
que no me di cuenta de que en el árbol a cuya sombra escogí sentarnos había un
nido de avispas rabiosas. Sus picaduras provocaron más de un escozor en mi
cuello, lo que hizo que no pudiera desabrocharme el último botón de la camisa
durante una buena temporada.
En cuanto a Vero, las avispas la tomaron con
su escote y, desde aquel día, no sé por qué, mira recelosa a cualquier animal
que se encuentra por la calle.
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