En esta ocasión os dejo una versión de Frankenstein desde un punto de vista infantil. Espero que os divirtáis tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.
El
hijo del sepulturero había aprendido a ver la muerte como algo natural desde
que su padre abría los ataúdes para comprobar si podía llevarse algún colgante
o gemelo de oro.
Como
ayudante de enterrador, tenía como misiones raspar la falange de algún dedo con
un anillo que se resistía a salir, cavar las tumbas, cargar los sacos de cal
viva, arrojarlos en la fosa común, apartar a las ratas de los cadáveres frescos
y recoger los huesos entre las voces de su padre que le decía:
-Soy
el rey del cementerio. Y tú no eres más que un enterrador que cava entre madrigueras
de ratas.
A
pesar de los desprecios de su padre, que tenía como costumbre lanzarle puñados
de cal viva a la cara cuando estaba enfadado y en una ocasión la había partido
un dedo del pie de un golpe de azada, el hijo del sepulturero quería ejercer el
oficio y ser también el rey del cementerio.
El
hijo del sepulturero no acostumbraba a jugar con los demás niños. La profesión
de su padre le había convertido en un paria pero tampoco había ayudado
demasiado su afición por tocar el tambor con tibias de muertos ni su costumbre
de sestear en verano sobre las lápidas del cementerio.
Es
cierto que las madres se llevaban a sus hijos para evitar que jugaran con el
del sepulturero pero algunos niños se apuntaban a las fiestas que organizaba en
el cementerio. De todas maneras, cuando acudían a jugar a las cartas sobre las
lápidas y luego volvían a casa para contarlo, las madres reaccionaban espantadas
y prohibían a sus hijos ir a jugar las fiestas en el cementerio.
El
hijo del sepulturero no comprendía cómo los demás niños podían preferir el
parque al cementerio. Al fin y al cabo, el cementerio siempre estaba más
tranquilo, lleno de estatuas con las que jugar, epitafios interesantes que leer,
ratas que domesticar y coronas de flores marchitas para esparcir entre las
lápidas.
***
Un
día, un joven caballero se presentó en la caseta donde vivían él y su padre.
-Necesito
un cadáver fresco, con brazos fuertes preferiblemente.
Estaba
acostumbrado a esas peticiones, que le proporcionaban monedas de oro que
escondía a su padre. No hacía preguntas. No le interesado el destino de los
cadáveres fuera del cementerio. Algo intuía acerca de hospitales, facultades de
medicina y experimentos. Pero esta vez
el hombre era demasiado joven para ser un médico e iba demasiado bien vestido
para ser uno de los recaderos que hacían llegar los cadáveres a las clases de
anatomía forense.
Le
llevó hasta la fosa común, y seleccionó para el hombre el cadáver de un joven
que había muerto atropellado.
-Aquí
lo tiene, señor. Era cargador en el muelle, con lo que sus brazos levantaban
hasta cien kilos. Un carruaje lo atropelló en la calle cuando salía de gastarse
su salario en la taberna y murió de un golpe en la cabeza por uno de los cascos
del caballo. El resto del cuerpo solo tiene algunos rasguños.
-Eres un buen chico, ¿lo sabías?
-Gracias, señor.
-Aquí tienes –y le entregó dos
monedas de oro, más grandes aún que las que había visto poner sobre los ojos de
los muertos.
El hombre volvió varias veces,
siempre con algún recado específico: un cadáver con manos delicadas y ágiles,
preferiblemente de una costurera o un pianista, otro con buenas piernas, ya
sabes, de algún ladronzuelo ahorcado acostumbrado a huir de la policía u otro
que tenga un buen hígado o unos buenos riñones, y recuerda que eso excluye a
los marineros del puerto. Y me resulta un poco incómodo tener que desplazar el
cadáver completo, sería mejor que tú mismo me fueras entregando los miembros y
órganos que te pida, tu paga será aún mayor.
-Eres el mejor ayudante del mundo. Pero
me gustaría que me lo demostraras una vez más. Te voy a hacer un encargo
especial.
-Estoy a su servicio.
-Necesito una cabeza de varón, pero,
sabes, no la quiero de un ahorcado. Toda la sangre se agolpa en la cabeza y eso
no es bueno para mis experimentos. Desearía una cabeza de alguien muerto de un
golpe contundente en el cuello, pero sin que hubiera daños en el cráneo.
-Sí,
señor.
-Sé que lo que te pido es difícil y
requiere, quizá, un esfuerzo por tu parte. De todas maneras, has de saber que
si se da un golpe seco en el cuello con la fuerza adecuada, mueren sin dolor.
¿Entiendes lo que te quiero decir?
-Sí, señor.
Y no tienes que apenarte. De la
muerte se puede obtener vida y si sacrificando una vida pudieras salvar cientos
¿lo harías?
-Claro que sí, señor.
-Estupendo. Te sugiero que
practiques primero con conejos hasta que domines la técnica. Esta vez irás a mi
casa a darme la cabeza.
Y
el hijo del sepulturero fue al mercado a comprar conejos vivos para aprender a
matarlos de un golpe. No le costó mucho dominar la técnica. Había dejado de ser
un niño desvalido y se había convertido en un adolescente de brazos fornidos
debido a la cantidad de fosas cavadas, de sacos de cal acarreados y de ataúdes
transportados.
***
Aquella
noche, su padre dormía boca abajo, con algunas moscas revoloteando alrededor de
su calva pero estaba tan borracho que no parecía importarle.
Un
golpe certero, en el cuello, para no estropear el cráneo y hacer que se abriera
como una calabaza seca. Mueren sin dolor, como los conejos del matadero.
Blandió
la vara de hierro que utilizaba de palanca para mover las lápidas y dio un
golpe seco en el cuello de su padre. Solo se convulsionó una vez y no hubo ni
sangre ni heridas, solo una marca violeta.
La
siguiente parte fue más difícil. Arrastró el cadáver y seccionó la cabeza de un
solo tajo.
Envolvió
el resto del cuerpo con unas sábanas viejas y lo arrojó a la fosa común. Su
padre rodó por la pendiente hasta el fondo. Apenas se le distinguía entre
decenas de sacos inmóviles.
Apartó
a las ratas que ya se habían lanzado en busca de carne fresca y empezó a echar
paletadas de cal.
***
-¿Lo
has traído? Su rostro tenía una expresión febril, semejante en su tonalidad
púrpura a los cadáveres de marineros ahogados.
-Aquí
la tiene.
Y
le entregó la cabeza de su padre envuelta en sábanas.
-Llegaste
en el momento oportuno. Se avecina una tormenta.
Alcanzó
a ver alambiques, pipetas, matraces, probetas, morteros y un microscopio pero
también escalpelos, sierras y pinzas que le recordaban a los instrumentos de
tortura que había visto cuando acudía a recoger algún cadáver en el sótano de
la prisión.
De
repente, sintió un olor que ya le era tan familiar que tenía incluso adherido a
las ropas pero que no había percibido fuera del cementerio. Pero ese olor, que
hacía que la gente se le apartara cuando iba a comprar al mercado, no lo había
sentido jamás en otro sitio y salía del interior de la casa. Y vio en el
laboratorio los miembros cercenados de los cadáveres que le había proporcionado:
los brazos musculosos del marinero, las piernas de aquel ladrón que siempre
huía de la policía y las manos de aquel pianista que se había suicidado.
El
doctor vio cómo las fosas nasales del hijo del sepulturero se ensanchaban.
-Aquí
tienes tu paga. Ahora vete.
***
Ahora
era él el rey del cementerio y, a pesar de la tormenta, no había nada o nadie
que pudiera arrebatarle esa sensación de triunfo.
Entró
la casa que había compartido con su padre, ya sin golpes en la mesa, sin
botellas de cristal por las esquinas y sin sacos de cal apilados a la entrada.
La
tormenta seguía azotando la ciudad, las gotas de lluvia se deslizaban por las
estatuas de ángeles y vírgenes como si fueran lágrimas y el resplandor de los
rayos hacía brillar las lápidas mojadas.
Sabía
que al día siguiente no había funerales previstos y, desde luego, esa noche no
se iba a ocupar de apartar las ratas de la fosa común.
Entre
el ruido de la lluvia, oyó en el exterior algo extraño, como el chapotear de
una rana gigantesca en un charco.
El
hijo del sepulturero no creía en fantasmas. Había visto demasiados cadáveres
pudriéndose como para creer en la resurrección de la carne o en los espíritus y
los únicos estremecimientos que había observado en los cuerpos descomponiéndose
estaban causados por las ratas que deambulaban en la fosa común y roían los
vendajes para comerse la carne.
Se
asomó a la ventana pero la lluvia era tan espesa que no alcanzaba a ver nada
hasta que el resplandor de un relámpago le hizo ver una figura gigantesca, como
una momia reanimada, envuelta en una tela amarillenta, semejante a las sábanas
sucias que utilizaban como sudarios para los cadáveres de los indigentes.
La
figura avanzó hacia la casa bamboleándose, caminando de la misma manera que un
bebé deforme y gigante que estuviera aprendiendo a dar sus primeros pasos.
El
hijo del sepulturero atrancó la puerta pero la fuerza descomunal del monstruo
la arrancó de los goznes.
La
gigantesca figura se abalanzó sobre él y pudo ver el rostro de su padre lleno
de cicatrices, cosido a un amasijo de miembros de cadáveres que él mismo se
había ocupado de descuartizar, antes de recibir un abrazo mortal que hizo que
sus costillas crujieran y estallaran sus pulmones.
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