Continuando con la estela de cuentos macabros, os ofrezco uno titulado El bebé de gelatina, fruto de un binomio fantástico que me resultó bastante creativo.
En
principio las ecografías no registraban nada anormal, así que fue una sorpresa para
los médicos y los padres cuando vieron que el bebé era de gelatina. Tenía la
piel blanda y casi transparente y se podían ver a través de ella todos sus
órganos internos. Además, los pediatras le diagnosticaron una falta en las
hormonas del crecimiento, lo que haría de él un bebé para siempre.
Como
los médicos dijeron que no viviría mucho tiempo, los padres optaron por no inscribirle
en el registro civil. Ni la madre ni el padre querían firmar un documento en el
que se hicieran cargo del niño. No le habían puesto nombre y se referían a él simplemente
con un “lo” o con un “le”.
-¿Le
has dado la papilla? –decía el padre.
-¿Lo
has lavado? –decía la madre.
-¿Le
has cambiado los pañales? –decía el padre.
-¿Lo
has dejado en su cuna? –decía la madre.
Pero,
contra todo pronóstico, el bebé seguía vivo. Y ahí estaba, con su piel de
gelatina transparente, blanda y pegajosa, y su corazoncito visible latiendo. Y
sus padres no se molestaban en disimular la náusea que sentían al ver cómo los
restos de comida corrían por sus intestinos o cómo su vejiga se llenaba de
orina.
El
bebé no salía de su cuarto ni lo llevaban a pasear al parque. No lo enseñaban ni
a la familia ni al vecindario. Al principio, cuando alguien se interesaba por
él, siempre respondían con la evasiva de que estaba durmiendo, hasta que las
visitas dejaron de preguntar por el niño.
Se
había convertido en algo blando e incómodo, como una mascota que te dan a
cuidar unos amigos durante sus vacaciones. Casi no se movía ni hacía ruido y,
si no fuera porque cada vez con más frecuencia se olvidaban de darle de comer y
lloraba, apenas se acordaban de su existencia.
Un día, llegó una asistente social
con una oferta. Podrían dar al estado la custodia del bebé de gelatina. Se
quedaría en la facultad de medicina para servir de muestra en las clases de
anatomía.
Los
padres tuvieron unos momentos de duda –al fin y al cabo se trataba de vender a
su hijo- pero cuando la asistente social matizó que no lo vendían sino que lo
cedían a la ciencia, se tranquilizaron y firmaron los papeles sin poner más obstáculo
que añadir un cero a la cifra escrita en el contrato.
Encerraron
al bebé de gelatina en una urna de cristal y se lo llevaron. Lo transportaban
en un carrito de plástico por las aulas de la facultad y los profesores lo
mostraban a sus alumnos para explicar el funcionamiento del aparato digestivo,
circulatorio o excretor.
Acostumbrado
a no recibir la atención de nadie, el bebé disfrutaba de verse observado. Una
cámara penetraba en la urna e iba recorriendo la piel del bebé en función de
las explicaciones del profesor y se retorcía con las cosquillas que le hacía la
fría lente en su piel de gelatina.
Pasaron
los años y ya era una práctica tan común observarlo en las clases como diseccionar
una rana o trabajar con cobayas. Formaba parte de la facultad de la misma
manera que el póster de la tabla periódica colgado en las paredes del aula de
química o las probetas y alambiques del laboratorio.
Pero
la tecnología fue avanzando, se crearon réplicas orgánicas en tres dimensiones de
los órganos humanos para mostrar en las aulas y el bebé de gelatina ya no era
necesario.
La
facultad no quería hacerse cargo de los gastos de un bebé en perpetua lactancia
y optaron por devolvérselo a los padres. La asistente social volvió a llamar a
la puerta de la casa como lo hiciera hace treinta años.
Creo
que esto es suyo –dijo. Y dejó en el suelo una canastilla de cristal donde se
retorcía el niño.
Y
los padres se miraron como reviviendo una pesadilla hace tiempo olvidada.
-¿Qué
hacemos con él? –dijo el padre.
-Podemos
dejarlo en el desván –dijo la madre.
-¿Y
después? –dijo el padre.
-¿Y
después qué? Mañana es domingo y los niños podrán jugar con él –dijo la madre.
Al
día siguiente, la hija miró a aquel hermano desconocido y los niños a ese tío
del que nunca habían oído hablar mientras el bebé de gelatina estiraba sus
brazos hacia su madre pidiendo alimento.
Optaron
por dejarlo en el trastero.
-Podéis
ir a jugar con vuestro tío –dijo la madre del bebé de gelatina a sus nietos
después de comer.
-Mira
qué piel tan transparente –dijo el niño.
-Y
observa cómo se le ven los huesos –dijo la niña.
-¿Y
qué son esas dos alubias marrones? –dijo el niño.
-Los
riñones, imbécil –dijo la niña.
-¿Y
ese globo amarillo? –dijo el niño.
-La
vejiga –dijo la niña.
-¿Y
esa lombriz enrollada? –dijo el niño.
-Los
intestinos –dijo la niña.
Y
mientras iban explorando su anatomía, las uñas de los niños iban atravesando la
piel de gelatina y clavándose en los órganos del bebé.
Los
padres y los abuelos estaban en el jardín y no oían nada de lo que estaba pasando
en la casa. Pero el bebé de gelatina hacía tiempo que había dejado de llorar, rodeado
de un charco de sangre y con su piel blanda atravesada por las uñas de sus
sobrinos.
-Ya
no se mueve. Creo que se ha roto –dijo el niño.
-Podemos
desmontarlo y tratar de montarlo después –dijo la niña.
Y
empezaron a cortar con unas tijeras de podar los miembros del bebé de gelatina.
-Eso
que habéis hecho está mal –dijo la madre cuando entró en el trastero y vio los
trozos del bebé de gelatina esparcidos por el suelo. Os dijimos que jugarais
con él, no que lo estropearais –añadió mientras barría los pedazos, los
arrojaba por el retrete y tiraba de la cadena. Esta noche os quedaréis sin
tarta.
-Pobres
-dijo la abuela. Solo estaban jugando. No lo han hecho con mala intención.
Y
apartó a escondidas unos trozos de tarta para dárselos a sus nietos.