Y hoy os dejo un cuento basado en la película Centauros del desierto de John Ford. Espero que os guste.
El buscador
Quizá
porque nada más levantarme mis sueños se desvanecían como un terrón de azúcar
en un vaso de leche, me gustaba ir al cine a ver sueños en movimiento. Acudía a
uno en el que ya ni siquiera se molestaban en reponer las bombillas de neón que
se fundían en el letrero luminoso, con carteles amarillentos y de bordes
despegados de películas de autor en las que se veía crecer la hierba y que olía
a moqueta, a tapicería rancia y a desinfectante de baños. A veces organizaban
reposiciones de clásicos en versión original, combinadas con ciclos de cine de
países de los que yo, debido a mi desinterés por el mundo y a una geografía
escolar anterior a la caída del muro de Berlín, apenas había oído hablar.
Hace
mucho tiempo que había olvidado un fin de semana de salidas nocturnas y mi
única afición era ir a ese cine a la sesión de madrugada. Entre el público, había
solo viejos nostálgicos de la edad que tendría mi padre si hubiera vivido.
Todos estaban solos. No había ninguna pareja. Hacía años que las descargas
digitales habían hecho que ya cada vez menos entendiéramos qué era aquello de
la fila de los mancos. Aquel día proyectaban una reposición de Centauros del desierto. Me recordó a las
tardes de westerns en la televisión, los únicos momentos en los que veía a mi
padre sonreír.
Volví
a sentir la magia del comienzo de la película, con la puerta que se abre hacia
la llanura, el cielo azul de Texas y las montañas angulosas de color marrón recortándose
contra él. Y John Wayne acercándose a la casa de su hermano, a caballo, con un
sable a su izquierda, y su cuñada haciendo visera con la mano y todos los
miembros de la familia reuniéndose en el porche. Después, la masacre de la
familia, el secuestro de la niña y la búsqueda, la búsqueda interminable a través del desierto, bajo las
noches frías cuajadas de estrellas y con ese calor que surgía del suelo y
difuminaba el horizonte durante el día. Y el final, ese final, con John Wayne
de regreso con su sobrina, después de haberla estado buscando durante años como
un vengador solitario.
Tras
salir del cine no me apetecía volver a casa, así que decidí pasear. Levanté la
vista hacia el cielo pero las luces no me dejaban ver las estrellas. Los
charcos de lluvia brillaban como lagos minúsculos bajo la luz de las farolas.
En las ventanas había televisores parpadeando en habitaciones oscuras. Algunos
coches partían los charcos del asfalto mojado y se saltaban unos semáforos
tuertos que parpadeaban con su único ojo en ámbar. Me parecía ser un buscador
de nadas, sin nadie que me esperara al volver a casa ni nadie a quien pudiera
esperar.
Tardé
en dormirme. Me sucedía a menudo, así que ya estaba tan familiarizado con los
ruidos nocturnos que no tenía necesidad de mirar el reloj. El autobús nocturno parando
cada cuarenta minutos. Después, el camión de la basura cargando los
contenedores. Esa noche pude recordar por primera vez en mucho tiempo uno de
mis sueños. Soñé con mi madre preparando la comida una mañana de sábado en la
casa de campo. Desde la ventana se veía un camino embarrado por la lluvia. Un
mendigo se acercaba. Llevaba una gabardina gris raída y harapienta, caminaba
con los pies arrastrando y se apreciaba la silueta de un sable a su izquierda,
como John Wayne en la película. Llamaron a la puerta. Miraba por la mirilla y
el mendigo tenía el rostro de mi padre. Yo quería abrir pero mamá no me dejaba.
Una vez que se atraviesa la puerta ya no hay vuelta atrás –decía.
La
noche siguiente volví otra vez al cine a ver Centauros del desierto. Pude sentir el calor de la llanura y
respirar su polvo de color marrón, oler a pólvora y a caballos y tiritar en mi
butaca durante la noche en el desierto. Y emocionarme de nuevo cuando John
Wayne lleva a su sobrina de vuelta a casa.
Aquella
noche soñé otra vez y otra vez pude recordarlo al despertar. El cielo estaba
limpio y sin estrellas. Cada hora y cada minuto se alargaban y podía distinguir
al mismo tiempo los tambores de los cherokees acercándose, los cascos de los
caballos y los grillos que enmudecían en unos instantes rebosantes de eternidad
como un caldero lleno de leche recién ordeñada que se derramara por los bordes.
Yo sentía tanto miedo que estaba a punto de llorar. Al fondo estaba mi casa y
mi madre tejía a la luz del quinqué en la ventana. Corrí hacia la casa y llamé
a la puerta pero nadie me abría y, aunque golpeaba los cristales, mi madre
seguía cosiendo, sola, indiferente, a la luz del quinqué.
Empecé
a acudir todas las noches a ver Centauros
del desierto hasta que perdí la cuenta de las veces que la había visto y la
taquillera empezó a lanzarme miradas extrañas cuando pedía una entrada para la
misma película en la sesión de las cinco, en las de las ocho, en la de las once
e incluso en la de madrugada los fines de semana, cuando yo era en ocasiones el
único espectador.
Y
la película no perdía su poder de fascinación, a pesar de que recordara de
memoria hasta el más ínfimo de los detalles, desde los doce ladridos del perro
cuando John Wayne se acerca al rancho, hasta la familia congregada en el porche
para recibirle, aparentando ser una familia feliz aunque luego se descubriera
que eran infelices a su manera. Y cómo su cuñada Marta le coge la gabardina a
John Wayne y pasa sus dedos pulgar e índice por uno de los ojales uno o dos
segundos más de los necesarios y las aletillas de su nariz se inflaman
aspirando el perfume de la gabardina, un perfume a “te quiero” nunca dichos. Y ese
quinqué, ese quinqué que Marta no alcanza a coger a pesar de ponerse de
puntillas –la repisa de la chimenea está demasiado alta- y que John Wayne le
alcanza caballerosamente entrelazando sus dedos con los de su cuñada. Cómo era
posible que no me hubiera dado cuenta antes de que era la última vez que la
veía con vida antes de que ella y su familia fueran masacradas por los indios. Y
el final, Dios, qué final, con John Wayne alejándose otra vez hacia el desierto,
sin esperanza, sin vida, mientras todos los demás abrazan el futuro sin ni
siquiera percibir que su salvador marcha de nuevo hacia ninguna parte, hacia un
destino confuso en el que no hay nada a lo que agarrarse.
Permanecí
sentado durante los títulos de crédito y aún después de haberse encendido las
luces de la sala no podía parar de llorar. Cuando llegué a casa, era incapaz de
abrir la puerta. Me quedé con la llave en la mano sabiendo que nadie me
esperaba y que atravesar el dintel hubiera sido absurdo. Y llamaba al timbre
sabiendo que no había nadie dentro y que no merecía la pena entrar. Así que
empecé a dormir en la calle.
Casi
no me dejaban entrar en el cine debido a mi aspecto de indigente y a mi mal
olor pero no me importaba. Era capaz de recrear Centauros del desierto con los ojos cerrados y recitar los diálogos
mientras caminaba por la calle aunque me miraran de forma extraña.
La última noche que soñé hacía mucho frío. Volví
a repasar Centauros del desierto en mi memoria y me di cuenta de que había
estado viendo la película desde un punto de vista equivocado. La puerta del
rancho se abría al principio y se cerraba al final, con la cámara filmando
desde el interior de la casa y yo había visto el comienzo y el fin como
espectador desde el interior, pero mi situación estaba en el exterior con John
Wayne.
Cómo
podía no haberme dado cuenta antes. Yo quería estar dentro de la casa y mi
destino era situarme al otro lado, en el desierto buscando algo, pero ¿qué?
Mientras,
el frío nocturno me iba adormilando y los perfiles de los edificios adquirían
los contornos de las colinas anaranjadas de Utah, el asfalto se convertía en
arena polvorienta y las calles se vaciaban de gente y de ruido. Alcé los ojos
hacia el cielo y había estrellas.
Había
millones de estrellas.
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