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domingo, 28 de junio de 2015

El buscador

Y hoy os dejo un cuento basado en la película Centauros del desierto de John Ford. Espero que os guste.

El buscador



Quizá porque nada más levantarme mis sueños se desvanecían como un terrón de azúcar en un vaso de leche, me gustaba ir al cine a ver sueños en movimiento. Acudía a uno en el que ya ni siquiera se molestaban en reponer las bombillas de neón que se fundían en el letrero luminoso, con carteles amarillentos y de bordes despegados de películas de autor en las que se veía crecer la hierba y que olía a moqueta, a tapicería rancia y a desinfectante de baños. A veces organizaban reposiciones de clásicos en versión original, combinadas con ciclos de cine de países de los que yo, debido a mi desinterés por el mundo y a una geografía escolar anterior a la caída del muro de Berlín, apenas había oído hablar.
Hace mucho tiempo que había olvidado un fin de semana de salidas nocturnas y mi única afición era ir a ese cine a la sesión de madrugada. Entre el público, había solo viejos nostálgicos de la edad que tendría mi padre si hubiera vivido. Todos estaban solos. No había ninguna pareja. Hacía años que las descargas digitales habían hecho que ya cada vez menos entendiéramos qué era aquello de la fila de los mancos. Aquel día proyectaban una reposición de Centauros del desierto. Me recordó a las tardes de westerns en la televisión, los únicos momentos en los que veía a mi padre sonreír.
Volví a sentir la magia del comienzo de la película, con la puerta que se abre hacia la llanura, el cielo azul de Texas y las montañas angulosas de color marrón recortándose contra él. Y John Wayne acercándose a la casa de su hermano, a caballo, con un sable a su izquierda, y su cuñada haciendo visera con la mano y todos los miembros de la familia reuniéndose en el porche. Después, la masacre de la familia, el secuestro de la niña y la búsqueda, la búsqueda  interminable a través del desierto, bajo las noches frías cuajadas de estrellas y con ese calor que surgía del suelo y difuminaba el horizonte durante el día. Y el final, ese final, con John Wayne de regreso con su sobrina, después de haberla estado buscando durante años como un vengador solitario.
Tras salir del cine no me apetecía volver a casa, así que decidí pasear. Levanté la vista hacia el cielo pero las luces no me dejaban ver las estrellas. Los charcos de lluvia brillaban como lagos minúsculos bajo la luz de las farolas. En las ventanas había televisores parpadeando en habitaciones oscuras. Algunos coches partían los charcos del asfalto mojado y se saltaban unos semáforos tuertos que parpadeaban con su único ojo en ámbar. Me parecía ser un buscador de nadas, sin nadie que me esperara al volver a casa ni nadie a quien pudiera esperar.
Tardé en dormirme. Me sucedía a menudo, así que ya estaba tan familiarizado con los ruidos nocturnos que no tenía necesidad de mirar el reloj. El autobús nocturno parando cada cuarenta minutos. Después, el camión de la basura cargando los contenedores. Esa noche pude recordar por primera vez en mucho tiempo uno de mis sueños. Soñé con mi madre preparando la comida una mañana de sábado en la casa de campo. Desde la ventana se veía un camino embarrado por la lluvia. Un mendigo se acercaba. Llevaba una gabardina gris raída y harapienta, caminaba con los pies arrastrando y se apreciaba la silueta de un sable a su izquierda, como John Wayne en la película. Llamaron a la puerta. Miraba por la mirilla y el mendigo tenía el rostro de mi padre. Yo quería abrir pero mamá no me dejaba. Una vez que se atraviesa la puerta ya no hay vuelta atrás –decía.
La noche siguiente volví otra vez al cine a ver Centauros del desierto. Pude sentir el calor de la llanura y respirar su polvo de color marrón, oler a pólvora y a caballos y tiritar en mi butaca durante la noche en el desierto. Y emocionarme de nuevo cuando John Wayne lleva a su sobrina de vuelta a casa.
Aquella noche soñé otra vez y otra vez pude recordarlo al despertar. El cielo estaba limpio y sin estrellas. Cada hora y cada minuto se alargaban y podía distinguir al mismo tiempo los tambores de los cherokees acercándose, los cascos de los caballos y los grillos que enmudecían en unos instantes rebosantes de eternidad como un caldero lleno de leche recién ordeñada que se derramara por los bordes. Yo sentía tanto miedo que estaba a punto de llorar. Al fondo estaba mi casa y mi madre tejía a la luz del quinqué en la ventana. Corrí hacia la casa y llamé a la puerta pero nadie me abría y, aunque golpeaba los cristales, mi madre seguía cosiendo, sola, indiferente, a la luz del quinqué.
Empecé a acudir todas las noches a ver Centauros del desierto hasta que perdí la cuenta de las veces que la había visto y la taquillera empezó a lanzarme miradas extrañas cuando pedía una entrada para la misma película en la sesión de las cinco, en las de las ocho, en la de las once e incluso en la de madrugada los fines de semana, cuando yo era en ocasiones el único espectador.
Y la película no perdía su poder de fascinación, a pesar de que recordara de memoria hasta el más ínfimo de los detalles, desde los doce ladridos del perro cuando John Wayne se acerca al rancho, hasta la familia congregada en el porche para recibirle, aparentando ser una familia feliz aunque luego se descubriera que eran infelices a su manera. Y cómo su cuñada Marta le coge la gabardina a John Wayne y pasa sus dedos pulgar e índice por uno de los ojales uno o dos segundos más de los necesarios y las aletillas de su nariz se inflaman aspirando el perfume de la gabardina, un perfume a “te quiero” nunca dichos. Y ese quinqué, ese quinqué que Marta no alcanza a coger a pesar de ponerse de puntillas –la repisa de la chimenea está demasiado alta- y que John Wayne le alcanza caballerosamente entrelazando sus dedos con los de su cuñada. Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes de que era la última vez que la veía con vida antes de que ella y su familia fueran masacradas por los indios. Y el final, Dios, qué final, con John Wayne alejándose otra vez hacia el desierto, sin esperanza, sin vida, mientras todos los demás abrazan el futuro sin ni siquiera percibir que su salvador marcha de nuevo hacia ninguna parte, hacia un destino confuso en el que no hay nada a lo que agarrarse.
Permanecí sentado durante los títulos de crédito y aún después de haberse encendido las luces de la sala no podía parar de llorar. Cuando llegué a casa, era incapaz de abrir la puerta. Me quedé con la llave en la mano sabiendo que nadie me esperaba y que atravesar el dintel hubiera sido absurdo. Y llamaba al timbre sabiendo que no había nadie dentro y que no merecía la pena entrar. Así que empecé a dormir en la calle.
Casi no me dejaban entrar en el cine debido a mi aspecto de indigente y a mi mal olor pero no me importaba. Era capaz de recrear Centauros del desierto con los ojos cerrados y recitar los diálogos mientras caminaba por la calle aunque me miraran de forma extraña.
 La última noche que soñé hacía mucho frío. Volví a repasar Centauros del desierto  en mi memoria y me di cuenta de que había estado viendo la película desde un punto de vista equivocado. La puerta del rancho se abría al principio y se cerraba al final, con la cámara filmando desde el interior de la casa y yo había visto el comienzo y el fin como espectador desde el interior, pero mi situación estaba en el exterior con John Wayne.
Cómo podía no haberme dado cuenta antes. Yo quería estar dentro de la casa y mi destino era situarme al otro lado, en el desierto buscando algo, pero ¿qué?
Mientras, el frío nocturno me iba adormilando y los perfiles de los edificios adquirían los contornos de las colinas anaranjadas de Utah, el asfalto se convertía en arena polvorienta y las calles se vaciaban de gente y de ruido. Alcé los ojos hacia el cielo y había estrellas.
Había millones de estrellas.

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