Cuantos más cuentos cuentes, más cuentos cuenta.

viernes, 26 de junio de 2015

Con la técnica de Carver

Al igual que el escritor catalán Juan Perucho homenajeó a Lovecraft en su cuento Con la técnica de Lovecraft, yo he optado por hacer lo mismo con el escritor americano Raymond Carver. 
El relato se titula Hormigas
Espero que os guste.

Aquel verano fue particularmente caluroso. No es extraño que en verano haga calor pero sí que al pisar las baldosas para ir al baño las notara tibias. Dormíamos con las ventanas abiertas y las luces de las farolas atravesaban las rendijas de las persianas y hacían rayas naranjas en las paredes.
El calor pegajoso se convirtió en un buen motivo para dormir separados en esa cama que hacía mucho tiempo que había dejado de ser de matrimonio. Era también la excusa perfecta para asaltar la nevera por la noche y tomar una cerveza fría. La primera vez que lo hice, me dije que era por el calor, que a nadie le hacía mal una cerveza, que no se trataba de una recaída. Pero bendecía ese calor al que podía culpar de beber esa cerveza nocturna.
Lo que son las cosas, antes ella hacía de policía para evitar que bebiera. Todavía recuerdo cómo me lavaba los dientes en el retrete de la gasolinera antes de llegar a casa para que no oliera el aliento a alcohol.
Y ahora.... bueno, seguro que ve las latas vacías en el cubo de basura, aunque las aplasto con el talón y las escondo entre las mondas de fruta. Pero no dice nada. La verdad es que el único momento del día en el que conversamos es en el desayuno.

-¿Has podido dormir con este calor? -pregunté.
-A duras penas. A eso de las tres, me despertó el camión de la basura.
-Yo no oí nada.
-Bueno, no estabas en la cama y había una luz encendida abajo.
-Ah, sí. Me desperté para ir al baño.

            Lo cierto es que también teníamos un baño en la planta de arriba, al lado del dormitorio. Tenía que saber que había ido a la cocina a tomar una cerveza.

            -Bueno, me marcho. Voy justa de tiempo. Recoge tú las cosas del desayuno.

            Y después, los tres ruidos de todos los días. Primero, el las llaves chocando unas con otras. Segundo, las tres vueltas de cerradura, y la puerta abriéndose y cerrándose. Finalmente, el coche al arrancar. Se me ocurrió contar los segundos entre un ruido y otro. Cinco segundos para coger las llaves y abrir la puerta. Dos segundos para cerrarla. Quince para llegar hasta el coche y ponerlo en marcha.
            Abrí la nevera y cogí una cerveza. Vi la taza del desayuno llena de hormigas que apuraban los restos de café y la lata se me cayó al suelo. La cerveza formó un charquito espumoso y pensé que sería una pena pasar la fregona.
Fui hasta el centro comercial. Era sábado por la mañana, todavía el calor no apretaba demasiado, así que había bastante gente.

-Un repelente para hormigas, por favor.
-Este es el mejor. Se enchufa a la corriente y las hormigas se van.

Aquella vieja se puso detrás de mí en la cola.

-Para alejar las hormigas, lo mejor son los remedios caseros. Ponga una rama de orégano o de lavanda o frote las entradas de los hormigueros con vinagre.

Sonreí a la vieja por educación. Ya me iba a marchar, cuando me entró una duda. Me volví y le pregunté.

-¿Por qué lo de echar vinagre en los hormigueros?
-Bueno, ya sabe. Son ciegas y se guían por el olfato. Si se las despista con un olor fuerte, no pueden recordar el camino de vuelta y se dispersan.

Pensé que sería divertido que me pasara lo mismo. Que mi mujer me pusiera un paño empapado en vinagre mientras dormía y que yo tampoco supiera cómo volver a casa.
Cuando volví, las hormigas estaban bebiendo alrededor del charquito de la cerveza caída. Esta vez, recogí el líquido con la fregona, me preparé una ensalada y me senté a ver la tele. ¿Qué otra cosa se podía hacer con este calor?
Y luego, otra vez los tres ruidos en orden inverso al de por la mañana. Primero el coche al aparcar. Veinte segundos hasta llegar a la puerta, cinco más que al hacer el camino contrario por la mañana. Ocho segundos para meter la llave en la cerradura y abrir, tres más que por la mañana, y eso que ahora solo tenía que dar una vuelta de llave y no tres.

-Ya estoy de vuelta.
-Te dejé un poco de ensalada en el frigo.
-Vale.

Oí un grito desde la cocina. Entró en el salón. Su cara pálida hacía juego con el mármol de la encimera de la cocina.

-Tenemos hormigas. Había algunas en la nevera.
-Sí. Las vi esta mañana al ir a recoger las tazas del desayuno.
-¿Fuiste a comprar repelente?
-No he tenido tiempo –mentí.
-¿Y cómo es eso? Te pasas las mañanas viendo la tele. ¿Qué te costaba ir a comprarlo?
-Son inofensivas. No molestan a nadie.
-A mí sí me molestan.

Creo que quería añadir “Y tú también me molestas”, pero se dio la vuelta y oí cómo vaciaba con furia la nevera. Y después, el ruido del estropajo frotando.
Aquella noche apenas se podía dormir por el calor. Me destapé y comencé a mirar el techo. Las luces de los coches que se colaban entre las rendijas de la persiana parecían hileras de insectos luminosos paseándose por las paredes.
Necesitaba una cerveza. Bajé a la cocina. Notaba las baldosas tibias bajo los pies descalzos. El frigorífico olía a desinfectante. Sentí un cosquilleo entre los dedos de los pies. Y vi una fila de hormigas que salía debajo del fregadero hacia el cubo de la basura. Me agaché para mirarlas. Me olvidé de la cerveza. No sé cuánto tiempo estuve así, observándolas y contándolas en su viaje infinito.
Y, de repente, el tubo fluorescente parpadeó antes de quedarse encendido. Ella estaba en la puerta, mirándome.


-Creo que tenemos que hablar –dijo. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario