Al igual que el escritor catalán Juan Perucho homenajeó a Lovecraft en su cuento Con la técnica de Lovecraft, yo he optado por hacer lo mismo con el escritor americano Raymond Carver.
El relato se titula Hormigas.
Espero que os guste.
Aquel
verano fue particularmente caluroso. No es extraño que en verano haga calor
pero sí que al pisar las baldosas para ir al baño las notara tibias. Dormíamos
con las ventanas abiertas y las luces de las farolas atravesaban las rendijas
de las persianas y hacían rayas naranjas en las paredes.
El
calor pegajoso se convirtió en un buen motivo para dormir separados en esa cama
que hacía mucho tiempo que había dejado de ser de matrimonio. Era también la
excusa perfecta para asaltar la nevera por la noche y tomar una cerveza fría.
La primera vez que lo hice, me dije que era por el calor, que a nadie le hacía
mal una cerveza, que no se trataba de una recaída. Pero bendecía ese calor al
que podía culpar de beber esa cerveza nocturna.
Lo
que son las cosas, antes ella hacía de policía para evitar que bebiera. Todavía
recuerdo cómo me lavaba los dientes en el retrete de la gasolinera antes de
llegar a casa para que no oliera el aliento a alcohol.
Y
ahora.... bueno, seguro que ve las latas vacías en el cubo de basura, aunque
las aplasto con el talón y las escondo entre las mondas de fruta. Pero no dice
nada. La verdad es que el único momento del día en el que conversamos es en el
desayuno.
-¿Has
podido dormir con este calor? -pregunté.
-A
duras penas. A eso de las tres, me despertó el camión de la basura.
-Yo
no oí nada.
-Bueno,
no estabas en la cama y había una luz encendida abajo.
-Ah,
sí. Me desperté para ir al baño.
Lo cierto es que también teníamos un
baño en la planta de arriba, al lado del dormitorio. Tenía que saber que había
ido a la cocina a tomar una cerveza.
-Bueno, me marcho. Voy justa de
tiempo. Recoge tú las cosas del desayuno.
Y después, los tres ruidos de todos
los días. Primero, el las llaves chocando unas con otras. Segundo, las tres
vueltas de cerradura, y la puerta abriéndose y cerrándose. Finalmente, el coche
al arrancar. Se me ocurrió contar los segundos entre un ruido y otro. Cinco
segundos para coger las llaves y abrir la puerta. Dos segundos para cerrarla.
Quince para llegar hasta el coche y ponerlo en marcha.
Abrí la nevera y cogí una cerveza. Vi
la taza del desayuno llena de hormigas que apuraban los restos de café y la
lata se me cayó al suelo. La cerveza formó un charquito espumoso y pensé que
sería una pena pasar la fregona.
Fui
hasta el centro comercial. Era sábado por la mañana, todavía el calor no
apretaba demasiado, así que había bastante gente.
-Un
repelente para hormigas, por favor.
-Este
es el mejor. Se enchufa a la corriente y las hormigas se van.
Aquella
vieja se puso detrás de mí en la cola.
-Para
alejar las hormigas, lo mejor son los remedios caseros. Ponga una rama de
orégano o de lavanda o frote las entradas de los hormigueros con vinagre.
Sonreí
a la vieja por educación. Ya me iba a marchar, cuando me entró una duda. Me
volví y le pregunté.
-¿Por
qué lo de echar vinagre en los hormigueros?
-Bueno,
ya sabe. Son ciegas y se guían por el olfato. Si se las despista con un olor
fuerte, no pueden recordar el camino de vuelta y se dispersan.
Pensé
que sería divertido que me pasara lo mismo. Que mi mujer me pusiera un paño
empapado en vinagre mientras dormía y que yo tampoco supiera cómo volver a
casa.
Cuando
volví, las hormigas estaban bebiendo alrededor del charquito de la cerveza
caída. Esta vez, recogí el líquido con la fregona, me preparé una ensalada y me
senté a ver la tele. ¿Qué otra cosa se podía hacer con este calor?
Y
luego, otra vez los tres ruidos en orden inverso al de por la mañana. Primero
el coche al aparcar. Veinte segundos hasta llegar a la puerta, cinco más que al
hacer el camino contrario por la mañana. Ocho segundos para meter la llave en
la cerradura y abrir, tres más que por la mañana, y eso que ahora solo tenía
que dar una vuelta de llave y no tres.
-Ya
estoy de vuelta.
-Te
dejé un poco de ensalada en el frigo.
-Vale.
Oí
un grito desde la cocina. Entró en el salón. Su cara pálida hacía juego con el
mármol de la encimera de la cocina.
-Tenemos
hormigas. Había algunas en la nevera.
-Sí.
Las vi esta mañana al ir a recoger las tazas del desayuno.
-¿Fuiste
a comprar repelente?
-No
he tenido tiempo –mentí.
-¿Y
cómo es eso? Te pasas las mañanas viendo la tele. ¿Qué te costaba ir a
comprarlo?
-Son
inofensivas. No molestan a nadie.
-A
mí sí me molestan.
Creo
que quería añadir “Y tú también me molestas”, pero se dio la vuelta y oí cómo
vaciaba con furia la nevera. Y después, el ruido del estropajo frotando.
Aquella
noche apenas se podía dormir por el calor. Me destapé y comencé a mirar el
techo. Las luces de los coches que se colaban entre las rendijas de la persiana
parecían hileras de insectos luminosos paseándose por las paredes.
Necesitaba
una cerveza. Bajé a la cocina. Notaba las baldosas tibias bajo los pies
descalzos. El frigorífico olía a desinfectante. Sentí un cosquilleo entre los
dedos de los pies. Y vi una fila de hormigas que salía debajo del fregadero
hacia el cubo de la basura. Me agaché para mirarlas. Me olvidé de la cerveza.
No sé cuánto tiempo estuve así, observándolas y contándolas en su viaje
infinito.
Y,
de repente, el tubo fluorescente parpadeó antes de quedarse encendido. Ella
estaba en la puerta, mirándome.
-Creo
que tenemos que hablar –dijo.
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