Basándome en el cuento El barril de amontillado de Poe y en un romance medieval, he escrito este cuento titulado La penitencia de Don Rodrigo.
Espero que os guste.
Era
verano y sus aguadillas en la piscina me habían dejado en ridículo en más de
una ocasión. Llegaba a contar hasta quince mientras él mantenía mi cabeza bajo
el agua. Cuando la sacaba, yo tenía el rostro amoratado y boqueaba como un
pececillo entre las carcajadas de todos. Desde ese momento, él se convirtió en
mi enemigo, y para mí eso es mucho más que un título carente de significado.
Acabé
pasando las tardes cerca del vertedero, solo, saltando entre ruedas de camiones,
observando el mundo desde el asiento de un coche abandonado, acariciando sus
palancas de cambio, desafiando al tétanos entre muelles y chapas oxidadas,
mirando las formas cúbicas de lavadoras viejas, las ruedas que quemábamos como
ritual de final de verano y a alguna rata despistada buscando restos de comida
inexistentes.
Entonces
lo vi.
Ahí
estaba, blanco, brillante, liso. Un frigorífico viejo con una manilla en la
puerta.
En
aquel entonces, todavía aprendíamos a recitar de memoria en la escuela y yo
había recibido el primer premio por memorizar un romance en el que un rey sufre
una penitencia muy particular:
Fuele luego revelado,
de parte de Dios, un día,
que le meta en una tumba
con una culebra viva,
y esto tome en penitencia
por el mal que hecho había.
En
mi mente, el frigorífico y el poema se ensamblaron para dar fruto a una idea
perfecta.
No
me costó demasiado meter dentro a la rata. Con un poco de queso y una caña de
pescar fue suficiente para atraparla y dejarla encerrada.
***
Aquel
día me hice el encontradizo cuando salía de la piscina.
-¡Vaya!
Tú por aquí. Hace días que no te veo por la piscina. ¿Tienes miedo a las
aguadillas?
-No.
Ahora juego en el vertedero. –respondí.
-¿Tú
solo?
-Sí.
Es divertido.
-Solo
es divertido al final de verano, cuando nos juntamos para quemar ruedas.
-Ahora
también.
-En serio. ¿No estarás enfadado por
las bromas de la piscina? Mi padre dice que una vez vio a un hombre aguantar
cinco minutos.
-¿A
qué se dedica tu padre?
-Es
policía.
-¿Y
no tiene miedo?
-¿De
qué?
-No
sé. De que alguien le pueda disparar. Como en las películas.
-Nosotros
nunca tenemos miedo.
-¿Y
a las ratas?
-No
sé. A lo mejor mi madre. A mí me gusta verlas pasear por el vertedero.
-¿Tampoco
a los muertos?
-No.
Están muertos.
-¿Y
a los no muertos?
-Eso
no existe.
-Sí
existe. Ya sabes. Lo de congelar los cuerpos cuando están a punto de morir para
después resucitarlos.
-¿Cómo
Walt Disney?
-Sí,
como Walt Disney.
Habíamos llegado al vertedero y ahí
estaba, una caja blanca y metálica sobre el suelo, con la manivela metálica
oxidada.
-¿Jugamos con el viejo coche?
-Mejor con el frigorífico.
-¿Cómo se puede jugar con un
frigorífico?
-Abre la puerta y verás. El otro día
encerré una rata ahí dentro.
-No te creo.
-Míralo.
Había dejado a mano la palanca de
cambios del viejo coche, y fue más fácil de lo que pensaba estrellarla contra
su cabeza. Los trocitos de óxido se mezclaron con sus cabellos. Fue más fácil
todavía meterle en el frigorífico donde la rata, medio inmóvil después de un
día sin comer, empezó a abrir y cerrar la boca enseñando sus dientes amarillos.
***
Se
oyó un click y pasaron unos segundos antes de que comenzara a gritar y a aporrear
la puerta. Su voz se mezclaba con los chillidos de la rata. Me puse de rodillas
sobre el frigorífico y apoyé la oreja contra la chapa caliente para oír mejor. Sentía
las sacudidas de su cuerpo tratando de moverse y los movimientos descontrolados
de la rata hambrienta. Sus gritos de ayuda me llenaron de orgullo. Yo nunca
había gritado bajo el agua mientras me agarraba la cabeza. Sabía que al gritar
se consume más oxígeno y pensé que cuanto más lo hiciera, antes llegaría el
final.
Tuve
unos momentos de indecisión. ¿Abrir o no? Al principio conté hasta quince, como
cuando él me dejaba bajo el agua. Después comencé a paladear cada segundo,
disfrutando de las pausas cada vez mayores entre los golpes, oyendo la voz cada
vez más apagada, sintiendo las vibraciones de la puerta sin llegar a abrirse y
la rata corriendo enloquecida de un lado a otro. Acariciaba la manecilla sin
miedo a los trocitos rojos de óxido que se deslizaban entre los dedos, sabiendo
que con solo un giro podría acabar con sus sufrimientos. Me sentía dueño de la
situación y comprendí por qué le gustaba hacer aguadillas y sacar la cabeza en
el último momento. Es como tener a alguien bajo tu dominio y saber que solo tú
puedes salvarle y lo inmensamente agradecido que te tiene que estar por ello pero
a medida que pasaban los segundos, era cada vez más consciente de que era mejor
terminar lo que había empezado.
Sabía
que mueren antes por asfixia que por el terror de estar enterrados vivos (me
había molestado en documentarme) y eso eliminó mis escrúpulos de conciencia. Los
golpes cesaron a los pocos minutos. Solo se oía a la rata ir y venir, y luego
un desgarrar de ropas. Y ahí lo dejé, en un ataúd blanco sin nombre cubierto
por una lápida de plástico, brillando bajo el sol de verano, en medio del
vertedero de basura.
***
Su
desaparición no impidió que, al acabar el verano, nos reuniéramos como siempre
alrededor del vertedero para quemar algunas ruedas. Sugerí apilarlas en torno
al frigorífico. Había tenido la precaución de rociarlo con gasolina la noche
anterior, así que ardió rápidamente. Disfruté de ser el único que sabía que estaba
asistiendo a una incineración secreta. Dicen respirar el humo de la quema de
plásticos es peligroso pero yo inhalé ese humo cargado de fluoruro de hidrógeno,
de acido clorhídrico y de la carne de mi enemigo. La venganza era ese humo
negruzco que me mareaba y me hacía toser, mientras veía cómo el frigorífico
perdía su color blanco y su forma geométrica y se empequeñecía y encogía como
un cubito de hielo hasta fundirse con los huesos de mi enemigo mezclados con
los huesecillos de la rata en su interior y dejarlos ocultos para siempre.
De
aquella aventura solo me han quedado dos pequeñas manías. La primera es que,
cada vez que mi padre me pedía otra cerveza, esperaba encontrarme un cadáver en
la nevera, pero eso ya lo tengo superado. La segunda es preguntar cuando compro
un frigorífico si es posible abrirlo desde dentro.
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